miércoles, 18 de mayo de 2011

EL PREMIO


Cuando miró el reloj ya eran las once y media. Si no se apuraba un poco no iba a llegar a tiempo. Dando una última mirada a su inútil lista de compras se dio prisa por los pasillos y terminó de cargar el enorme carro.
La gordita de la caja le sonreía amablemente, como siempre lo había hecho desde aquella mañana, hacía ya más de tres años, cuando ella entró por primera vez en el supermercado. La sonrisa de la gordita -Betiana, decía la tarjeta de identificación en su uniforme- siempre le parecía a ella un buen augurio, presagio de buena suerte. Desde hacía un buen tiempo captaba en esa chica la existencia de algo más que la mera amabilidad formal que se debe a un cliente; pese a sus pocas palabras, era evidente que Betiana sentía por ella una simpatía genuina e inocultable.
Pero ahora, sin embargo, y por primera vez en tantos años, mientras amontonaba prolijamente sobre la mesa corrediza los brillantes paquetes y la chica tecleaba en la registradora sin dejar de sonreír ni por un momento, una sombra de duda heló de pronto, como un súbito insecto en su cerebro, la placidez de Cora.
¿Sería posible, acaso, que hubiera en esa sonrisa un dejo de ironía? ¿Era de concebir que tras la aparente amabilidad de aquella cansada chica, que pasaba su vida detrás de la caja registradora y cuyos ingresos seguramente apenas le alcanzaban para sobrevivir, se agazaparan juntas la burla y el resentimiento hacia la excéntrica y rica anciana que semana tras semana atiborraba sus carritos de innumerables productos que después probablemente tiraría, tan sólo por darse el gusto de poder participar en el Gran Concurso?
Cora se encogió visiblemente de hombros. Eso, sin duda, era evidente: ni uno solo de los productos que ella compraba dejaba de ostentar en su envoltorio la llamativa etiqueta que después prolijamente recortaría y enviaría a Hola Miluzka. Era cierto, también, que ya no sabía qué hacer con tanta mercadería sobrante. Manor, su gata persa, no era animal de rebajarse a comer alimento en lata, y la gran mayoría de los paquetes terminaban, intactos salvo por el envoltorio, en el tacho de la basura. Pero bueno, seguramente alguien los aprovecharía.
Y con todo eso qué, se dijo Cora. ¿Qué diablos debía importarle a ella el modo de sonreír o de no sonreír de una tonta cajera? Con súbita brusquedad pagó su compra, esperó que un chico cargara las bolsas en el carrito y se dirigió a la salida bajo la mirada totalmente desconcertada de Betiana.
Cuando el taxista hubo acabado de dejar la última bolsa en la cocina de su casa y recibido a cambio su magra propina eran las doce menos tres minutos. Ansiosamente, Cora encendió el televisor.

*********

Como siempre, Miluzka estaba radiante. No podía decirse, pensó Cora, que fuera la más hermosa de las mujeres; tampoco, convengamos, la más inteligente. Simpatía, eso sí: Miluzka parecía irradiar simpatía por cada poro, en cada gesto y cada mirada de sus ojos azules; esa mirada apenas divergente, levemente imperfecta, que no hacía sino aumentar su encanto. Tal vez era la suma de todas esas cosas: un poco de belleza, un poco de inteligencia, un poco de simpatía, un poco de bizquera, y, tal vez sobre todo, una gran energía, una fuerza vital que la atrapaba a una apenas encendía el aparato y ya no la abandonaba por el resto del día.
Primero, a modo de presentación, imágenes de Miluzka en distintas épocas de su vida, vestida de mil modos diferentes; sonriendo, siempre sonriendo y disparando besos por todas partes. Ahora, ya en el comienzo del programa, la Canción de Miluzka, que ella misma -y no había por qué no creerle en este punto- había compuesto, tarareada y bailada por la mismísima conductora y sus Miluzkos, aquellos inefables jovencitos y jovencitas que llegaban a ser casi tan simpáticos como ella.
Y ahora Miluzka en carne y hueso ingresando al estudio, los aplausos atronadores de todos los que tenían la fortuna de haber podido ir a verla en vivo; la perenne sonrisa, los besos dirigidos a cada televidente, la introducción de los invitados especiales.
Procurando quitar lo menos posible su mirada de la pantalla, Cora puso agua a calentar. No le vendría mal un buen café, ahora que los latidos de su corazón parecían multiplicarse, mientras pasaban los minutos y se acercaba inexorablemente la hora del Gran Concurso. Miró la hora: eran casi las doce y cuarto.

*********

Mientras batía café y azúcar en una taza, sus ojos clavados en el televisor, Cora sonrió interiormente al pensar en los antecesores de Miluzka y en sus desventurados espectadores. Realmente, se preguntó asombrada, ¿cómo podía la gente ser tan idiota en aquella época?
Había que darse cuenta, claro está, de que habían sido los prototipos, los pioneros, los precursores. La dilatada y dificultosa historia de la evolución humana mostraba bien a las claras que hasta que un producto alcanzaba su excelencia siempre habían resultado inevitables los errores, las fallas, los desaciertos.
Suzanka, por ejemplo, la más famosa de todos ellos, resultaba, si se la comparaba con Miluzka, un oscuro Ford T al lado de un resplandeciente Ford Cosmos 8000. Podía concedérsele, tal vez, la fácil elegancia de lo clásico, la nobleza y la solidez de lo que es antiguo; pero también la incurable ingenuidad, la torpeza y la ineficiencia que trae consigo el desconocimiento de lo que el corazón del ser humano verdadera y profundamente anhela.
¿Creían acaso que ganar fortunas era lo más emocionante que podía existir en esta vida? ¿Para qué sirve el dinero, después de todo, más que para sumar problemas y obligaciones? Los pobres no firman cheques, no tienen que preocuparse por sus parientes indigentes, no tienen que estar pensando sin cesar en la patente del auto, la posibilidad de un robo, los impuestos... ¡Qué ingenua era la gente en aquella época!
Perdida en su abstracción, la sacudió de pronto el sonido estridente del teléfono. Despabilándose con dificultad, corrió hacia él.
-¡Hola!... ¿Miluzka? -casi gritó.
-Qué Miluzka ni qué niño envuelto -carraspeó una voz grave del otro lado-. Soy Sarita, querida. Quería que me confirmaras si el sábado que viene...
-Sí, claro -dijo rápidamente, exasperada-. Nos encontramos en casa de Viviana. Cortá de una vez, Sarita. ¿Acaso no sabés que es la hora de Miluzka?
-¿Qué es la hora de Mi...? -empezó a replicar la voz.
Pero Cora ya había cortado y tenía de nuevo la mirada clavada en la pantalla.

*********

Miluzka estaba por discar. Por fin había despachado a los aburridos invitados especiales, y ahora llegaba el gran momento; la mano de la diosa marcó un dígito, y otro, y otro más. Un timbre empezó a sonar.
Cora no podía apartar su mirada de esa visión. La sensación de estar allí, temblando de emoción, al lado de Miluzka, casi de ser Miluzka, era tan increíblemente vívida que no existía en el mundo nada más. Entonces se dio cuenta. Su teléfono era el que sonaba. Incrédula, lo miró.
En el televisor, Miluzka esperaba en vano. Cora saltó y levantó el tubo.
-Hola... ¿Miluzka? -dijo casi en susurros.
En la pantalla hubo como una explosión. Miluzka gritaba, con lágrimas en los ojos. Bailando a su alrededor una complicada y extraña danza, los Miluzkos aullaban. Todo era felicidad. Y la causa de todo no era otra que ella.

*********

Cora casi no podía respirar. Las manos le temblaban; de pronto todo su cuerpo estaba húmedo de sudor. Nunca se había sentido así en su vida, ni aun al recibir la Primera Comunión.
-¡Querida, mi amor! ¿Cómo te va? -exclamaba Miluzka-. ¿Cuál es tu nombre, mi amorosa?
-Cora -pudo decir al fin.
-¡Cora, qué hermoso nombre! ¿Con quién estás, querida mía?
-Con... Sola, con las bolsas -dijo estúpidamente, mirando las compras que yacían sobre la mesa.
-¿Con las bolsas? -dijo Miluzka, desconcertada-. ¿Querés decir tus hijas?
-Quiero decir... Solita.
-¡Ay, solita, mi amor! Pero no importa. Ahora ya nada importa. ¿Lo sabés?
-Sí -dijo Cora, emocionada.
-Bueno, querida, ¿estás dispuesta?
Cora tragó saliva.
-Sí, Miluzka -dijo muy despacito.
-Bueno. Decime un número entre el cero y el cien.
Cora pensó un segundo, aunque no lo necesitaba: miles de veces había soñado aquel momento.
-Cincuenta y siete -dijo.
Miluzka hizo una seña, y uno de los Miluzkos, el más joven y rubio, sacó una de las tarjetas y se la dio. La cámara enfocaba el rostro de Miluzka.
Primero palideció; luego, con un esfuerzo, sonrió tímidamente. Cora apretó los labios.
-Bueno, querida -dijo Miluzka al fin-. Tenemos tu dirección; la gente de producción ya está en camino. En menos de media hora llega tu premio. ¿Estás lista, mi amor?
-Creo... creo que sí -respondió Cora. Y después agregó con voz muy baja: -Muchas gracias, Miluzka.
Sonó un clic.
Incrédulamente, miró hacia la pantalla. Miluzka acababa de darle un beso de bienvenida a un hombre moreno y fofo, muy bien vestido, que se sentaba a la mesa y sin decir palabra empezaba a comer algo que parecía una cucaracha.

*********

A medida que la espera se hacía más intolerable a cada minuto que pasaba, el cerebro de Cora oscilaba entre el miedo cerval y la más terrible curiosidad.
La que algunos llamaban -exagerando tal vez un poco- Revolución Miluzka había sostenido como hipótesis que mucho más fuerte que el amor a la riqueza resulta en el ser humano el espíritu del juego, el vértigo del riesgo; aun asociado, la mayor parte de las veces, con la pérdida y el dolor. No de otro modo se explicaban los casinos, las bancarrotas, la bolsa de valores, las “picadas” y la ruleta rusa, las apuestas descabelladas, los alpinistas de edificios, el puenting y los otros mil ingeniosos modos que el hombre ha inventado desde que existe con la sola finalidad de salir triunfante de un desafío o romperse la cabeza.
Fiel a esta hipótesis, Miluzka había comenzado a ofrecer a los participantes en su juego algo más -mucho más- que simples beneficios materiales. Había premios en efectivo, por supuesto, como una mínima concesión al clasicismo; pero eran los menos, los parias del espectáculo, los que nadie quería. Había más, y aun muchísimo más.
Por ejemplo: de los Cien Números de Miluzka, cuyo significado variaba de un día a otro, uno de ellos implicaba ganar una vuelta al mundo; otro, la muerte súbita en un oscuro callejón; otro aún, ser ignorado de por vida.
Había números favorables y números infaustos, pero ya nadie los consideraba de ese modo: aquel concepto maniqueo había dejado de regir hacía ya mucho tiempo. Lo único que importaba era la emoción; el resultado final era un mero accidente.
Cora nunca había querido comprar alguna de las listas, probablemente no muy confiables, que se podían conseguir a un alto precio en el mercado negro. Pero sabía muy bien -y eso era el Juego, su esencia y su maravilla- que en poco tiempo más podía estar muerta o haberse vuelto loca, ser la mujer más rica o la más miserable de la tierra. Cualquier cosa que ella fuera capaz de imaginar -y mil más, inimaginables- estaba a punto de sucederle.
Mientras su mente se perdía en ese vértigo, llamaron a la puerta.

sábado, 7 de mayo de 2011

LA SUPUESTA LEYENDA DEL ABOMINABLE HOMBRE DE LAS NIEVES Y LA MARAVILLOSA MUJER DE LAS ÍDEMS



 1. El capricho

-¿Y si nos vamos a los Himalayas? -dijo Sir Rupert Cottaflesh cierta mañana en que se encontraba más aburrido que de costumbre.
-Preferiría ir a Piccadilly Circus, que está un poco más cerca -murmuró guturalmente Devap, su amigo y sirviente (según el caso) gurka, mientras emergía de entre las piernas de Sir Rupert.
¡Maldita sea! -se exasperó Sir Rupert-. ¿Cuántas veces te he dicho que no me interrumpas sin previo aviso mientras me encuentro a punto de eyacular?
-¿Y yo qué sabía? -replicó Devap-. Aún no he obtenido mi diploma de Doctor en Tantra Yoga.
-Pero ahora, ¿qué hago? -suspiró Sir Rupert, que presentaba un sospechoso color tornasolado.
-Ni la menor idea -dijo Devap, haciéndose el desentendido-. Yo tengo que regar las zinnias y las orquídeas.
-Amigo mío, amigo de mi alma -empezó a suplicar Sir Rupert.
-Amigo las pelucas -cortó Devap-. Yo siempre tengo que ser lo que al señorito le conviene en el momento. Pero en este momento -lo habrá usted advertido, Sir Rupert Cottaflesh- son ya las dieciséis horas con cuarenta y cinco minutos, hora de Greenwich, por lo cual antes de disponerme a preparar el té de las five o’clock mi ineludible deber es ir a regar las zinnias y las orquídeas, sin poder distraer ni un segundo de mi tiempo inapreciable en actividades secundarias y yo diría hasta repugnantes. Pero no os dejaré morir, os lo prometo. ¡Sir Morgan, cam jíer! ¡Nau!
No había terminado de llamar cuando el enorme gato pirata negro de Sir Rupert apareció en el marco de la puerta; una sola mirada de su único ojo bastó para ponerlo al tanto de la urgente situación, y sin dudar se hizo cargo de la tarea que la torpeza de Sir Rupert (o de Devap, o de ambos dos) dejara sin conclusión.
-Ahora sí -dijo el gurka, satisfecho, poniendo proa rumbo al invernadero. (Allí lo esperaba Diana, la jardinera, y no precisamente para ayudarlo con el riego de las orquídeas. Las orquídeas, cualquier tonto lo sabe bien, se riegan poco y nada).


2. La llegada

Como los caprichos de Sir Rupert nunca eran moco de pavo, tanto y tanto insistió que finalmente convenció de acompañarlo a los Himalayas no sólo a Devap sino también a Sir Morgan, a Diana, y (last but not least) a un muchacho rubio bastante apuesto y medio polivalente que encontraron en el camino al aeropuerto. La polivalencia de este muchacho llegaba a investir incluso su denominación, que a veces era Roderick y a veces era Malva y a veces Miss Esther y a veces otros nombres más exóticos y ambiguos. Los demás, por supuesto, para no sobrecargar sus ya desgastadas mentes tratando de recordar, lo llamaban El Rubio del Camino.
El periplo fue rápido y sin nada digno de mención, salvo que hasta llegar al Tibet tuvieron que mudarse de avión unas seis o siete veces debido a circunstancias que tal vez sería muy largo enumerar: secuestros, bombardeos, desperfectos mecánicos, fallecimiento del piloto y del copiloto a 10.000 metros de altitud, ataques ovni, y así sucesivamente. Pero al fin llegaron (siempre se llega alguna vez a algún lugar; ¿no es eso extraño? Tal vez no).
-Al fin llegamos -exclamó El Rubio, brincando de contento en sus tacos altos.
-Sí, llegamos -corroboró Devap, malhumorado-. Pero, ¿qué diablos vamos a hacer aquí?
-¿En dónde, aquí? -preguntó Diana, desconcertada.
-Santa Cruz de las Sierras -respondió el gurka, señalando un gran letrero.
Sir Rupert se encogió de hombros filosóficamente, desconyuntándose uno de ellos en el proceso.
-El letrero también dice Bienvenidos -señaló-. Quizás tengamos suerte. Tal vez haya algún que otro montecito para escalar.
Pero ya el agudísimo olfato de Sir Morgan le había indicado que en todo eso había gato encerrado. Empujando violentamente el falso cartel, que cayó al suelo dando un alarido, dejó al descubierto otro que decía:
“Esto era una bromita para la televisión. Están, señores, en los mismísimos Himalayas. Prepararse para escalar el Everest, o aunque más no sea el Kanchenjunga, o escapar con la cola entre las patas reconociendo ante el mundo su cobardía”.


3. La ascensión

La ascención no fue sencilla, porque a más de que a cada instante alguno de ellos caía con estrépito y había que bajar a recogerlo, otros problemas se agolpaban como mosquitos: los mosquitos, por ejemplo, que no daban descanso. Pero también: frenética actividad sexual cuando las circunstancias menos lo aconsejaban, por ejemplo en el transcurso de un alud, o constantes peleas entre El Rubio y Sir Morgan por el barrilito que éste llevaba atado a su grueso cuello, y que no contenía precisamente leche.
Pese a todo, y en especial a pesar de ellos mismos, cierta mañana lograron instilarse en una planicie, aproximadamente a 5.877 metros con 23 centímetros sobre el nivel del mar.
-¡Qué precioso lugar! -exclamó Diana, que se distinguía por sus escotes, por su desbocada fantasía y por sus mentiras-. Tal vez ande merodeando por aquí nada menos que...
-¿Quién? -exclamó El Rubio, famoso por sus corpiños, por su colección de Barbies y por su curiosidad.
-Nada menos que... -insistió Diana, que no se había perdido una sola película de Hitchcock.
-Por favor, Mrs. Diana –la recriminó Sir Rupert con británica cortesía-, largue prenda ya. ¿No ve que el pobre muchacho -o la pobre muchacha, o lo que demonios sea- se está haciendo pis encima?
Y así era: el pobre muchacho -o la pobre muchacha, o lo que demonios fuera- se había puesto a agitar sus largas piernas de tal modo que parecía que en el momento menos pensado iba a salir volando cual mariposa.
-Está bien -dijo Diana, compadecida-. Me refería al Maravilloso Hom...
En ese preciso instante, y no sin un aullido ad-hoc, El Rubio salió volando. El persistente movimiento de sus piernas había socavado la nieve a su alrededor con tal eficacia que del resto se encargó Madre Natura. Descendió con admirable elegancia, golpeándose de vez en cuando con un saliente aquí, una roca allá, y profiriendo unos alaridos muy entonados, hasta llegar a convertirse en un puntito, poco después en el fantasma de un puntito, y luego en nada. No volvieron a verlo (o bien a verla o a verle) nunca más.
-Como les iba diciendo -continuó Diana, impertérrita-, tal vez el Maravilloso Hombre de las Nieves tenga su base de operaciones por aquí.
-¿Maravilloso? -coreó Devap nerviosamente-. ¿Por qué Maravilloso? ¿No es que era Abominable? ¿Y por qué aquí, precisamente aquí?
Diana lo contempló con una extraña mezcla de aversión y deseo (como todas las mujeres a todos los varones, y viceversa) y respondió:
-Ay, Devap, ay, dear Devap. Era sólo una intrascendente fantasía.


4. La aparición

-Oigo ruidos raros -dijo súbitamente Sir Rupert Cottaflesh en mitad de la madrugada.
-Dear, son mis gemidos -respondió Diana de inmediato-. Ya estoy casi a punto de terminar. No pares, por favor.
-No, no es eso –repuso el Sir-. Son unos ruidos inclusive más estúpidos. Me producen náuseas, escalofríos y menstruaciones.
-Entonces es Devap -insistió Diana-. Sir Morgan no lo ha soltado desde la sobremesa. Esos malditos gurkas... ¡No pares, por favor!
-¿No pares, por favor? ¿Qué quieres decir con eso, mai fear Diana?
-¡Que sigas asssssí, assssssí, sí, papito, assssssssssssssí!!!
-Pe-pero -tartamudeó Sir Rupert, desconcertado no sin motivo-. Yo estoy aquí.
-¿Aquí dónde? -dijo Diana.
-¡Aquí, estúpida, como a medio metro! Y ¿qué diablos es eso que está justo detrás de ti, moviéndose como un pistón enfurecido?
-Aaaaaahhhhhhh, no sé... pero es una maravilla. ¿Me lo puedes describir?
-Por lo poco que puedo ver parece ser oscuro, mide unos dos metros cúbicos, peludo, ojos amarillos, sin señas particulares...
-¡Ay assssssí, sí, papito, asssssssssí...! En parte gracias a su precisa descripción, querido Rupert, he hecho conciencia de que estoy siendo cortejada por el Maravilloso Hombre de las Nieves. ¡Y le aclaro, mai dear Sir, que a su apodo lo tiene muy bien ganado!
-¿Mi apodo? ¿Qué apodo? -replicó Sir Rupert, desconcertado-. ¿Quién demonios se ha atrevido a podarme –perdón, quise decir a apodarme?
Pero Mrs. Diana ya no tenía oídos para él: tomando de la mano -o de lo que parecía, en cierto modo, una mano- al Maravilloso Hombre de las Nieves se había retirado con él a su cabaña, su cueva, su cuchitril o lo que fuera.


5. Tres en picada

-La Rubia que se nos cae -murmuró Sir Rupert casi llorando, mientras descendían tristemente hacia la base-, Diana que se nos va con esa abominación...
-Lo tenemos a Devap -replicó Sir Morgan, al que ni siquiera le faltaba hablar en perfecto inglés aunque con cierto e inevitable acento felino.
Sir Rupert se llevó las manos a la cabeza, siendo imitado instintivamente por Sir Morgan sólo para darse cuenta de que finalmente La Rubia se había llevado el barrilito junto con su miserable vida.
-Devap, siempre Devap -se lamentó Sir Rupert-. Estos malditos gurkas cobran. ¿Lo sabías, Sir Morgan? Cobran por cada maldita cosa que hacen. Y encima las hacen mal. Si por lo menos apareciera de repente una Maravillosa Mujer de las Nieves...
-Ojito, mucho ojito -dijo Devap-. Maravillosa Mujer muy peligrosa.
Los otros dos lo miraron asombrados.
-Quieres decir... ¿quieres decir que existe? -preguntó Sir Rupert ansiosamente.
-Y... sí. Es decir... no.
-¡Haberlo dicho antes, maldito gurka! -se enfureció Sir Morgan-. ¡Ahora aparecerá!
Y, dirigiéndose a la montaña majestuosa, blanca hasta el caracú, gritó con todas sus fuerzas:
-¡Maravillosa Mujer de las Nieves, preséntate ante nosotros!
-No, no...
-¡¡¡Dígnate aparecer, oh Reina de la Montaña, y te haremos riquísima y feliz por el resto de tu maldita vida!!! -insistía Sir Morgan.
-Por favor... -Devap trataba de detenerlo.
-¡¡¡¡Y te coronaremos Reina de Inglaterra!!!! -remató Sir Rupert con toda su potencia.
Devap, entonces, con los ojos desorbitados, señaló hacia arriba y hacia adelante con un índice tembloroso:
-¡Alud, alud! -exclamó.
Sir Rupert y Sir Morgan se estrechaban las manos y las patas.
-¡Milagro! -dijo Sir Rupert-. ¡Lo hemos logrado! Y qué nombre poético, amigo: mire que llamarse Alud...
-¡Alud, alud, alud! -gritaba Devap corriendo montaña abajo.
Pero sus palabras fueron inútiles además de redundantes. La nieve lo alcanzó rápidamente, un poco más abajo que a sus dos compañeros.
-Les avisé, estúpidos hombre blanco y gato negro -murmuró Devap antes de exhalar su último suspiro-, que era muy peligrosa, la maldita.

jueves, 5 de mayo de 2011

EL CASO DE LA DAMA QUE NO ACABABA DE ACABAR


1. Mr. Sweeney y Clarissa toman el té

-Oh -dijo Mrs. Sweeney a su compañera, entre tímida y compungida-. Creo, querida Clarissa, que acabo de terminar.
Clarissa hizo un mohín ante el poco ortodoxo apresuramiento de su amiga, que ni un hambre descomunal debería haber justificado.
-Te serviré más té -respondió, tratando de ser amable-. Y otro alfajor de maicena.
Mrs. Sweeney negó con su cabecita.
-No, Clarissa, querida mía -explicó-; creo que no me has comprendido en absoluto. Dije bien clarito que acabo de terminar. Tuve un... acabo de tener...
-Un eructo -insinuó Clarissa, intentando colaborar.
-No, nada de eso -Mrs. Sweeney se impacientaba-. Acabo de tener un precioso... un gran...
Súbitamente una sospecha pavorosa turbó la ya turbada paz del rostro de Clarissa. Con un gesto instintivo, sorprendente, retorció su propio apéndice olfativo y acto seguido exclamó con acento gutural:
-¡No me igas e te as irado un... e te as irado un...!
Mrs. Sweeney hizo un gesto desesperado. O tal vez fuese un gesto inesperado.
-No, Clarissa, no me he tirado nada. Intentaba contarte que he tenido un orgasmo.



2. Donde no hacen falta las Tablas de la Ley

Ahora las manos –todas las manos- de Clarissa obturaban simbólicamente sus oídos.
-Por el Cielo, no quiero oír. ¿Que has tenido un qué?
-Un orgasmo -dijo Mrs. Sweeney-. ¿Qué quieres que haga?
-No te copio -adujo Clarissa-. ¿Qué es eso que dices haber tenido? ¿Un Erasmo? ¿El de Rotterdam, quizás?
-¡Un orgasmo! –casi vociferó la pobre Mrs. Sweeney-. ¡Pero así, con las manos en los oídos, no vas a poder oírme nunca!
-¡Aaaahhhh... así que eso era, un simple espasmo! -dijo Clarissa compavisamente-. ¡Oh, por Dios, pobre amiga! Ya mismo llamaremos a ese amable mozo, el que se parece tanto a Charlton Heston haciendo de las Tablas de la Ley, y le pediremos que nos consiga de inmediato un antipirético, un ansiolítico, un antihemorróidico o lo que sea adecuado en estos casos. Él sabrá. ¡Señor mozo...!
-Clarissa –interpuso Mrs. Sweeney, bajando dulcemente las manos de su amiga de sus oídos de ella (de su amiga), mirándola duramente a los ojos o en los ojos o como diablos sea que se diga y explicándole por fin con franca ferocidad-: No hace ni la más mínima falta que llames a las benditas Tablas de la Ley.
-¿Y por qué? -preguntó Clarissa, semiofendida pero ya con las manos sobre la mesa-. Sólo quiero ayudarte. O algo así.
-Porque -respondió Mrs. Sweeney con voz extática- lo que acabo de tener no es un Erasmo, ni un espasmo, y mucho menos un marasmo. Lo que acabo de tener es un increíble orgasmo.



3. Peor, mucho peor aún

-Ah, bueno -dijo Clarissa, intentando aparentar indiferencia-. Yo también solía tener, algunas veces. Con Adelmo, de vez en cuando...
-Pero Clarissa -replicó su amiga y compinche de juergas en el jardín de infantes-, ¿no te das cuenta de que esto es diferente?
-¡Ah, claro, claro, como siempre, así tenía que ser! ¡Es diferente porque le pasa a ella! La pequeña Clarissa no es capaz...
Mrs. Sweeney se frotó las manos con nerviosismo, sin darse cuenta ni por asomo de que en el proceso se las iba embadurnando prolijamente con una buena porción de mermelada de frambuesa que había quedado acechando en un platito.
-Escúchame, Clarissa -suplicó-. No es distinto porque se trate de mi persona. Yo no soy más que tú, salvo por detalles minúsculos y hasta podría decirse baladíes como la elegancia, la belleza, la simpatía, la fortuna, la inteligencia, minucias de ese tipo, que a fin de cuentas no hacen a la estatura espiritual de una persona y que no van a diferenciarnos a la hora de acceder al Paraíso. Lo que lo hace diferente, querida amiga, es que... ¡me pasa todo el maldito tiempo, bendito sea Heráclito!
Con una rara mezcla de envidia y desconcierto, Clarissa pareció reflexionar.
-Bueno, ejem -replicó-. Yo hubiera dicho más bien “todo el bendito tiempo, maldito sea Heráclito”.
-No supongas -Mrs. Sweeney se autocompadeció- que es todo lo maravilloso que parece. Hace apenas un instante, por ejemplo, acabo de terminar mirando a esa tetera. Otras veces se trata de un automóvil, y en ocasiones incluso de un insecto.
-Todos símbolos fálicos -sentenció Clarissa.
-No creas -dijo su amiga-. A veces ha bastado con un plato de sopa. ¿Puede un plato de sopa ser visto o considerado como un símbolo fálico?
-Depende del ángulo –arguyó Clarissa.
-¿De qué ángulo hablas?
-Del ángulo desde el que se lo mire, obviamente.
-¿Al plato de sopa?
-O al mozo que lo trae.
-¡Pero a ese plato de sopa no lo trajo ningún mozo! ¡Me lo sirvió mi mamá en su propia casa!
Clarissa silbó sibilinamente. O bien, para abreviar, sibilinó.
-Peor, entonces -murmuró-. Peor, mucho peor aún.



4. Reincidente desliz de Mrs. Sweeney

Mrs. Sweeney se encontraba al borde del llanto hecho y derecho.
-¿Sugieres acaso -hipeó- que mi santa madre...?
-Yo no sugiero -dijo Clarissa, imperturbable-. Sólo afirmo.
Dos lágrimas bajaron por las mejillas de Mrs. Sweeney y fueron a entremezclarse con la mermelada de frambuesa que había en sus manos.
-¿Afirmas entonces –lloriqueó hiperventilando- que mi casta y beata madre...?
-Exactamente –la interrumpió Clarissa-. Ni yo misma lo hubiera dicho mejor.
-Por Dios -dijo Mrs. Sweeney con una extraña expresión en el entrecejo.
-¿Tanto te sorprende? -apuntó Clarissa-. Los estudios de Freud demuestran con claridad...
-¿Sorprenderme? Nada de eso. Es que acabo de terminar de nuevo.



5. Mi nariz, mi nariz

Ahora la que estaba a punto de llorar era Clarissa.
-¡Oh, basta, por favor! -gritó furiosa-. ¡Así no hay té que se pueda disfrutar! ¿Qué fue esta vez?
-Un orgasmo. Un precioso orgasmo.
-¡Ya lo sé, especie de peineta con apariencia humana! ¡Lo que te estoy preguntando es qué fue lo que lo indujo esta maldita vez!
-Yo... yo...
-Confía en mí.
-Clarissa, no me atrevo...
-¡Atrévete, por Erasmo!
-Está bien. Fue tu nariz.
Clarissa llevó sus manos hasta el órgano aludido.
-¿Mi nariz? –repitió, incrédula-. ¿Qué le pasa a mi nariz?
-Tu nariz provocó mi orgasmo. Tal vez sea ese nuevo retorcimiento que ahora advierto...
Clarissa estaba no menos horrorizada que un langostino en medio de un restaurante.
-¡Mi nariz! ¡Mi nariz! –no dejaba de redundar-. ¡Así que mi nariz!
De pronto Mrs. Sweeney se largó a llorar tan desconsoladamente que su amiga acercó a su rostro una mano cuasi diríase acariciante.
-¡No lo hagas, por favor! -gritó entonces Mrs. Sweeney-. ¡Podría provocarme un nuevo... oooooooohhhhhhhhhh!
-¿Qué sucede? -Clarissa ya no sabía a qué santo o demonio encomendarse.
-Acabo de tener otro.
-Pero no es posible que el solo roce de mi mano...
-Para nada. Esta vez fue tu perfume.
Clarissa se hallaba profundamente impresionada, pero no por eso dejaba de ser lo que siempre había sido: una persona práctica y decidida.
-Está bien, está bien -dijo con nerviosismo, como a veces suelen hacer las personas prácticas y decididas-. Enfrentemos el tema. Desmenuzémoslo desde todos los ángulos posibles, analicemos qué posibilidades...
-¡Qué posibilidades! -Mrs. Sweeney lloraba como si nunca lo hubiera hecho en su vida-. ¡Qué posibilidades! ¡Mi querida Clarissa, soy un caso perdido! No sólo soy, evidentemente, la más terrible ninfomaníaca que haya pisado jamás este planeta sino que por otra parte, por otra parte...
-¿Por... atrás también? -preguntó Clarissa curiosamente.
-¡No, idiota! ¡Sólo quise decir que por otro lado...!
-¿Por la boca?
Mrs. Sweeney ya estaba próxima a la vulcanización.
-Escucha con atención, y deja ya de interrumpirme a cada instante con cualquier estupidez. Sólo quiero decir que cualquier cosa, cualquier objeto del mundo material, mental y aun espiritual es susceptible y/o capaz de provocarme un regio, brutal, envidiable orgasmo. ¿Seré acaso una anormal?
-Bueno -dijo Clarissa, contemporizando-, tal vez yo no lo diría del mismo modo. Las perversiones y los comportamientos psicopáticos suelen hundir raíces en los años más remotos de nuestra infancia...
Mrs. Sweeney se llevó una horrorizada mano a una boca no menos horrorizada, enchastrándose la barbilla en el proceso.
-¿Quieres decir que tu amiga de la infancia, o sea yo, ha resultado ser no sólo una perversa sino también...?
-Bueno, no exactamente. Las anormalidades psico-fisiológicas, consideradas desde el punto de vista de la Gestalt...
Mrs. Sweeney miró a Clarissa glacialmente.
-Mi ex-amiga -le dijo con firmeza-. Te invito amablemente a que te retires ya mismo de esta mesa. Ah, y no olvides pagar los dos cafés. O cafeses, o como diablos sea que se diga.
-Pe-pero...
-Pepero las pelucas. Te hago una confidencia y me catalogas como perversa anche psicópata. Abro ante ti los abismos de mi alma y eso te alienta a calificarme de anormal. ¡No, por favor, no abras esa billetera!
-Pero... estoy por pagar la cuenta...
-Oooooohhhhhhhh -replicó ardientemente Mrs. Sweeney-. Bueno, ahora que has empezado ya no pares. Sigue abriendo esa billetera, amiga mía. Ooooooohhhhhhhhh......