sábado, 7 de mayo de 2011

LA SUPUESTA LEYENDA DEL ABOMINABLE HOMBRE DE LAS NIEVES Y LA MARAVILLOSA MUJER DE LAS ÍDEMS



 1. El capricho

-¿Y si nos vamos a los Himalayas? -dijo Sir Rupert Cottaflesh cierta mañana en que se encontraba más aburrido que de costumbre.
-Preferiría ir a Piccadilly Circus, que está un poco más cerca -murmuró guturalmente Devap, su amigo y sirviente (según el caso) gurka, mientras emergía de entre las piernas de Sir Rupert.
¡Maldita sea! -se exasperó Sir Rupert-. ¿Cuántas veces te he dicho que no me interrumpas sin previo aviso mientras me encuentro a punto de eyacular?
-¿Y yo qué sabía? -replicó Devap-. Aún no he obtenido mi diploma de Doctor en Tantra Yoga.
-Pero ahora, ¿qué hago? -suspiró Sir Rupert, que presentaba un sospechoso color tornasolado.
-Ni la menor idea -dijo Devap, haciéndose el desentendido-. Yo tengo que regar las zinnias y las orquídeas.
-Amigo mío, amigo de mi alma -empezó a suplicar Sir Rupert.
-Amigo las pelucas -cortó Devap-. Yo siempre tengo que ser lo que al señorito le conviene en el momento. Pero en este momento -lo habrá usted advertido, Sir Rupert Cottaflesh- son ya las dieciséis horas con cuarenta y cinco minutos, hora de Greenwich, por lo cual antes de disponerme a preparar el té de las five o’clock mi ineludible deber es ir a regar las zinnias y las orquídeas, sin poder distraer ni un segundo de mi tiempo inapreciable en actividades secundarias y yo diría hasta repugnantes. Pero no os dejaré morir, os lo prometo. ¡Sir Morgan, cam jíer! ¡Nau!
No había terminado de llamar cuando el enorme gato pirata negro de Sir Rupert apareció en el marco de la puerta; una sola mirada de su único ojo bastó para ponerlo al tanto de la urgente situación, y sin dudar se hizo cargo de la tarea que la torpeza de Sir Rupert (o de Devap, o de ambos dos) dejara sin conclusión.
-Ahora sí -dijo el gurka, satisfecho, poniendo proa rumbo al invernadero. (Allí lo esperaba Diana, la jardinera, y no precisamente para ayudarlo con el riego de las orquídeas. Las orquídeas, cualquier tonto lo sabe bien, se riegan poco y nada).


2. La llegada

Como los caprichos de Sir Rupert nunca eran moco de pavo, tanto y tanto insistió que finalmente convenció de acompañarlo a los Himalayas no sólo a Devap sino también a Sir Morgan, a Diana, y (last but not least) a un muchacho rubio bastante apuesto y medio polivalente que encontraron en el camino al aeropuerto. La polivalencia de este muchacho llegaba a investir incluso su denominación, que a veces era Roderick y a veces era Malva y a veces Miss Esther y a veces otros nombres más exóticos y ambiguos. Los demás, por supuesto, para no sobrecargar sus ya desgastadas mentes tratando de recordar, lo llamaban El Rubio del Camino.
El periplo fue rápido y sin nada digno de mención, salvo que hasta llegar al Tibet tuvieron que mudarse de avión unas seis o siete veces debido a circunstancias que tal vez sería muy largo enumerar: secuestros, bombardeos, desperfectos mecánicos, fallecimiento del piloto y del copiloto a 10.000 metros de altitud, ataques ovni, y así sucesivamente. Pero al fin llegaron (siempre se llega alguna vez a algún lugar; ¿no es eso extraño? Tal vez no).
-Al fin llegamos -exclamó El Rubio, brincando de contento en sus tacos altos.
-Sí, llegamos -corroboró Devap, malhumorado-. Pero, ¿qué diablos vamos a hacer aquí?
-¿En dónde, aquí? -preguntó Diana, desconcertada.
-Santa Cruz de las Sierras -respondió el gurka, señalando un gran letrero.
Sir Rupert se encogió de hombros filosóficamente, desconyuntándose uno de ellos en el proceso.
-El letrero también dice Bienvenidos -señaló-. Quizás tengamos suerte. Tal vez haya algún que otro montecito para escalar.
Pero ya el agudísimo olfato de Sir Morgan le había indicado que en todo eso había gato encerrado. Empujando violentamente el falso cartel, que cayó al suelo dando un alarido, dejó al descubierto otro que decía:
“Esto era una bromita para la televisión. Están, señores, en los mismísimos Himalayas. Prepararse para escalar el Everest, o aunque más no sea el Kanchenjunga, o escapar con la cola entre las patas reconociendo ante el mundo su cobardía”.


3. La ascensión

La ascención no fue sencilla, porque a más de que a cada instante alguno de ellos caía con estrépito y había que bajar a recogerlo, otros problemas se agolpaban como mosquitos: los mosquitos, por ejemplo, que no daban descanso. Pero también: frenética actividad sexual cuando las circunstancias menos lo aconsejaban, por ejemplo en el transcurso de un alud, o constantes peleas entre El Rubio y Sir Morgan por el barrilito que éste llevaba atado a su grueso cuello, y que no contenía precisamente leche.
Pese a todo, y en especial a pesar de ellos mismos, cierta mañana lograron instilarse en una planicie, aproximadamente a 5.877 metros con 23 centímetros sobre el nivel del mar.
-¡Qué precioso lugar! -exclamó Diana, que se distinguía por sus escotes, por su desbocada fantasía y por sus mentiras-. Tal vez ande merodeando por aquí nada menos que...
-¿Quién? -exclamó El Rubio, famoso por sus corpiños, por su colección de Barbies y por su curiosidad.
-Nada menos que... -insistió Diana, que no se había perdido una sola película de Hitchcock.
-Por favor, Mrs. Diana –la recriminó Sir Rupert con británica cortesía-, largue prenda ya. ¿No ve que el pobre muchacho -o la pobre muchacha, o lo que demonios sea- se está haciendo pis encima?
Y así era: el pobre muchacho -o la pobre muchacha, o lo que demonios fuera- se había puesto a agitar sus largas piernas de tal modo que parecía que en el momento menos pensado iba a salir volando cual mariposa.
-Está bien -dijo Diana, compadecida-. Me refería al Maravilloso Hom...
En ese preciso instante, y no sin un aullido ad-hoc, El Rubio salió volando. El persistente movimiento de sus piernas había socavado la nieve a su alrededor con tal eficacia que del resto se encargó Madre Natura. Descendió con admirable elegancia, golpeándose de vez en cuando con un saliente aquí, una roca allá, y profiriendo unos alaridos muy entonados, hasta llegar a convertirse en un puntito, poco después en el fantasma de un puntito, y luego en nada. No volvieron a verlo (o bien a verla o a verle) nunca más.
-Como les iba diciendo -continuó Diana, impertérrita-, tal vez el Maravilloso Hombre de las Nieves tenga su base de operaciones por aquí.
-¿Maravilloso? -coreó Devap nerviosamente-. ¿Por qué Maravilloso? ¿No es que era Abominable? ¿Y por qué aquí, precisamente aquí?
Diana lo contempló con una extraña mezcla de aversión y deseo (como todas las mujeres a todos los varones, y viceversa) y respondió:
-Ay, Devap, ay, dear Devap. Era sólo una intrascendente fantasía.


4. La aparición

-Oigo ruidos raros -dijo súbitamente Sir Rupert Cottaflesh en mitad de la madrugada.
-Dear, son mis gemidos -respondió Diana de inmediato-. Ya estoy casi a punto de terminar. No pares, por favor.
-No, no es eso –repuso el Sir-. Son unos ruidos inclusive más estúpidos. Me producen náuseas, escalofríos y menstruaciones.
-Entonces es Devap -insistió Diana-. Sir Morgan no lo ha soltado desde la sobremesa. Esos malditos gurkas... ¡No pares, por favor!
-¿No pares, por favor? ¿Qué quieres decir con eso, mai fear Diana?
-¡Que sigas asssssí, assssssí, sí, papito, assssssssssssssí!!!
-Pe-pero -tartamudeó Sir Rupert, desconcertado no sin motivo-. Yo estoy aquí.
-¿Aquí dónde? -dijo Diana.
-¡Aquí, estúpida, como a medio metro! Y ¿qué diablos es eso que está justo detrás de ti, moviéndose como un pistón enfurecido?
-Aaaaaahhhhhhh, no sé... pero es una maravilla. ¿Me lo puedes describir?
-Por lo poco que puedo ver parece ser oscuro, mide unos dos metros cúbicos, peludo, ojos amarillos, sin señas particulares...
-¡Ay assssssí, sí, papito, asssssssssí...! En parte gracias a su precisa descripción, querido Rupert, he hecho conciencia de que estoy siendo cortejada por el Maravilloso Hombre de las Nieves. ¡Y le aclaro, mai dear Sir, que a su apodo lo tiene muy bien ganado!
-¿Mi apodo? ¿Qué apodo? -replicó Sir Rupert, desconcertado-. ¿Quién demonios se ha atrevido a podarme –perdón, quise decir a apodarme?
Pero Mrs. Diana ya no tenía oídos para él: tomando de la mano -o de lo que parecía, en cierto modo, una mano- al Maravilloso Hombre de las Nieves se había retirado con él a su cabaña, su cueva, su cuchitril o lo que fuera.


5. Tres en picada

-La Rubia que se nos cae -murmuró Sir Rupert casi llorando, mientras descendían tristemente hacia la base-, Diana que se nos va con esa abominación...
-Lo tenemos a Devap -replicó Sir Morgan, al que ni siquiera le faltaba hablar en perfecto inglés aunque con cierto e inevitable acento felino.
Sir Rupert se llevó las manos a la cabeza, siendo imitado instintivamente por Sir Morgan sólo para darse cuenta de que finalmente La Rubia se había llevado el barrilito junto con su miserable vida.
-Devap, siempre Devap -se lamentó Sir Rupert-. Estos malditos gurkas cobran. ¿Lo sabías, Sir Morgan? Cobran por cada maldita cosa que hacen. Y encima las hacen mal. Si por lo menos apareciera de repente una Maravillosa Mujer de las Nieves...
-Ojito, mucho ojito -dijo Devap-. Maravillosa Mujer muy peligrosa.
Los otros dos lo miraron asombrados.
-Quieres decir... ¿quieres decir que existe? -preguntó Sir Rupert ansiosamente.
-Y... sí. Es decir... no.
-¡Haberlo dicho antes, maldito gurka! -se enfureció Sir Morgan-. ¡Ahora aparecerá!
Y, dirigiéndose a la montaña majestuosa, blanca hasta el caracú, gritó con todas sus fuerzas:
-¡Maravillosa Mujer de las Nieves, preséntate ante nosotros!
-No, no...
-¡¡¡Dígnate aparecer, oh Reina de la Montaña, y te haremos riquísima y feliz por el resto de tu maldita vida!!! -insistía Sir Morgan.
-Por favor... -Devap trataba de detenerlo.
-¡¡¡¡Y te coronaremos Reina de Inglaterra!!!! -remató Sir Rupert con toda su potencia.
Devap, entonces, con los ojos desorbitados, señaló hacia arriba y hacia adelante con un índice tembloroso:
-¡Alud, alud! -exclamó.
Sir Rupert y Sir Morgan se estrechaban las manos y las patas.
-¡Milagro! -dijo Sir Rupert-. ¡Lo hemos logrado! Y qué nombre poético, amigo: mire que llamarse Alud...
-¡Alud, alud, alud! -gritaba Devap corriendo montaña abajo.
Pero sus palabras fueron inútiles además de redundantes. La nieve lo alcanzó rápidamente, un poco más abajo que a sus dos compañeros.
-Les avisé, estúpidos hombre blanco y gato negro -murmuró Devap antes de exhalar su último suspiro-, que era muy peligrosa, la maldita.

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