miércoles, 18 de mayo de 2011

EL PREMIO


Cuando miró el reloj ya eran las once y media. Si no se apuraba un poco no iba a llegar a tiempo. Dando una última mirada a su inútil lista de compras se dio prisa por los pasillos y terminó de cargar el enorme carro.
La gordita de la caja le sonreía amablemente, como siempre lo había hecho desde aquella mañana, hacía ya más de tres años, cuando ella entró por primera vez en el supermercado. La sonrisa de la gordita -Betiana, decía la tarjeta de identificación en su uniforme- siempre le parecía a ella un buen augurio, presagio de buena suerte. Desde hacía un buen tiempo captaba en esa chica la existencia de algo más que la mera amabilidad formal que se debe a un cliente; pese a sus pocas palabras, era evidente que Betiana sentía por ella una simpatía genuina e inocultable.
Pero ahora, sin embargo, y por primera vez en tantos años, mientras amontonaba prolijamente sobre la mesa corrediza los brillantes paquetes y la chica tecleaba en la registradora sin dejar de sonreír ni por un momento, una sombra de duda heló de pronto, como un súbito insecto en su cerebro, la placidez de Cora.
¿Sería posible, acaso, que hubiera en esa sonrisa un dejo de ironía? ¿Era de concebir que tras la aparente amabilidad de aquella cansada chica, que pasaba su vida detrás de la caja registradora y cuyos ingresos seguramente apenas le alcanzaban para sobrevivir, se agazaparan juntas la burla y el resentimiento hacia la excéntrica y rica anciana que semana tras semana atiborraba sus carritos de innumerables productos que después probablemente tiraría, tan sólo por darse el gusto de poder participar en el Gran Concurso?
Cora se encogió visiblemente de hombros. Eso, sin duda, era evidente: ni uno solo de los productos que ella compraba dejaba de ostentar en su envoltorio la llamativa etiqueta que después prolijamente recortaría y enviaría a Hola Miluzka. Era cierto, también, que ya no sabía qué hacer con tanta mercadería sobrante. Manor, su gata persa, no era animal de rebajarse a comer alimento en lata, y la gran mayoría de los paquetes terminaban, intactos salvo por el envoltorio, en el tacho de la basura. Pero bueno, seguramente alguien los aprovecharía.
Y con todo eso qué, se dijo Cora. ¿Qué diablos debía importarle a ella el modo de sonreír o de no sonreír de una tonta cajera? Con súbita brusquedad pagó su compra, esperó que un chico cargara las bolsas en el carrito y se dirigió a la salida bajo la mirada totalmente desconcertada de Betiana.
Cuando el taxista hubo acabado de dejar la última bolsa en la cocina de su casa y recibido a cambio su magra propina eran las doce menos tres minutos. Ansiosamente, Cora encendió el televisor.

*********

Como siempre, Miluzka estaba radiante. No podía decirse, pensó Cora, que fuera la más hermosa de las mujeres; tampoco, convengamos, la más inteligente. Simpatía, eso sí: Miluzka parecía irradiar simpatía por cada poro, en cada gesto y cada mirada de sus ojos azules; esa mirada apenas divergente, levemente imperfecta, que no hacía sino aumentar su encanto. Tal vez era la suma de todas esas cosas: un poco de belleza, un poco de inteligencia, un poco de simpatía, un poco de bizquera, y, tal vez sobre todo, una gran energía, una fuerza vital que la atrapaba a una apenas encendía el aparato y ya no la abandonaba por el resto del día.
Primero, a modo de presentación, imágenes de Miluzka en distintas épocas de su vida, vestida de mil modos diferentes; sonriendo, siempre sonriendo y disparando besos por todas partes. Ahora, ya en el comienzo del programa, la Canción de Miluzka, que ella misma -y no había por qué no creerle en este punto- había compuesto, tarareada y bailada por la mismísima conductora y sus Miluzkos, aquellos inefables jovencitos y jovencitas que llegaban a ser casi tan simpáticos como ella.
Y ahora Miluzka en carne y hueso ingresando al estudio, los aplausos atronadores de todos los que tenían la fortuna de haber podido ir a verla en vivo; la perenne sonrisa, los besos dirigidos a cada televidente, la introducción de los invitados especiales.
Procurando quitar lo menos posible su mirada de la pantalla, Cora puso agua a calentar. No le vendría mal un buen café, ahora que los latidos de su corazón parecían multiplicarse, mientras pasaban los minutos y se acercaba inexorablemente la hora del Gran Concurso. Miró la hora: eran casi las doce y cuarto.

*********

Mientras batía café y azúcar en una taza, sus ojos clavados en el televisor, Cora sonrió interiormente al pensar en los antecesores de Miluzka y en sus desventurados espectadores. Realmente, se preguntó asombrada, ¿cómo podía la gente ser tan idiota en aquella época?
Había que darse cuenta, claro está, de que habían sido los prototipos, los pioneros, los precursores. La dilatada y dificultosa historia de la evolución humana mostraba bien a las claras que hasta que un producto alcanzaba su excelencia siempre habían resultado inevitables los errores, las fallas, los desaciertos.
Suzanka, por ejemplo, la más famosa de todos ellos, resultaba, si se la comparaba con Miluzka, un oscuro Ford T al lado de un resplandeciente Ford Cosmos 8000. Podía concedérsele, tal vez, la fácil elegancia de lo clásico, la nobleza y la solidez de lo que es antiguo; pero también la incurable ingenuidad, la torpeza y la ineficiencia que trae consigo el desconocimiento de lo que el corazón del ser humano verdadera y profundamente anhela.
¿Creían acaso que ganar fortunas era lo más emocionante que podía existir en esta vida? ¿Para qué sirve el dinero, después de todo, más que para sumar problemas y obligaciones? Los pobres no firman cheques, no tienen que preocuparse por sus parientes indigentes, no tienen que estar pensando sin cesar en la patente del auto, la posibilidad de un robo, los impuestos... ¡Qué ingenua era la gente en aquella época!
Perdida en su abstracción, la sacudió de pronto el sonido estridente del teléfono. Despabilándose con dificultad, corrió hacia él.
-¡Hola!... ¿Miluzka? -casi gritó.
-Qué Miluzka ni qué niño envuelto -carraspeó una voz grave del otro lado-. Soy Sarita, querida. Quería que me confirmaras si el sábado que viene...
-Sí, claro -dijo rápidamente, exasperada-. Nos encontramos en casa de Viviana. Cortá de una vez, Sarita. ¿Acaso no sabés que es la hora de Miluzka?
-¿Qué es la hora de Mi...? -empezó a replicar la voz.
Pero Cora ya había cortado y tenía de nuevo la mirada clavada en la pantalla.

*********

Miluzka estaba por discar. Por fin había despachado a los aburridos invitados especiales, y ahora llegaba el gran momento; la mano de la diosa marcó un dígito, y otro, y otro más. Un timbre empezó a sonar.
Cora no podía apartar su mirada de esa visión. La sensación de estar allí, temblando de emoción, al lado de Miluzka, casi de ser Miluzka, era tan increíblemente vívida que no existía en el mundo nada más. Entonces se dio cuenta. Su teléfono era el que sonaba. Incrédula, lo miró.
En el televisor, Miluzka esperaba en vano. Cora saltó y levantó el tubo.
-Hola... ¿Miluzka? -dijo casi en susurros.
En la pantalla hubo como una explosión. Miluzka gritaba, con lágrimas en los ojos. Bailando a su alrededor una complicada y extraña danza, los Miluzkos aullaban. Todo era felicidad. Y la causa de todo no era otra que ella.

*********

Cora casi no podía respirar. Las manos le temblaban; de pronto todo su cuerpo estaba húmedo de sudor. Nunca se había sentido así en su vida, ni aun al recibir la Primera Comunión.
-¡Querida, mi amor! ¿Cómo te va? -exclamaba Miluzka-. ¿Cuál es tu nombre, mi amorosa?
-Cora -pudo decir al fin.
-¡Cora, qué hermoso nombre! ¿Con quién estás, querida mía?
-Con... Sola, con las bolsas -dijo estúpidamente, mirando las compras que yacían sobre la mesa.
-¿Con las bolsas? -dijo Miluzka, desconcertada-. ¿Querés decir tus hijas?
-Quiero decir... Solita.
-¡Ay, solita, mi amor! Pero no importa. Ahora ya nada importa. ¿Lo sabés?
-Sí -dijo Cora, emocionada.
-Bueno, querida, ¿estás dispuesta?
Cora tragó saliva.
-Sí, Miluzka -dijo muy despacito.
-Bueno. Decime un número entre el cero y el cien.
Cora pensó un segundo, aunque no lo necesitaba: miles de veces había soñado aquel momento.
-Cincuenta y siete -dijo.
Miluzka hizo una seña, y uno de los Miluzkos, el más joven y rubio, sacó una de las tarjetas y se la dio. La cámara enfocaba el rostro de Miluzka.
Primero palideció; luego, con un esfuerzo, sonrió tímidamente. Cora apretó los labios.
-Bueno, querida -dijo Miluzka al fin-. Tenemos tu dirección; la gente de producción ya está en camino. En menos de media hora llega tu premio. ¿Estás lista, mi amor?
-Creo... creo que sí -respondió Cora. Y después agregó con voz muy baja: -Muchas gracias, Miluzka.
Sonó un clic.
Incrédulamente, miró hacia la pantalla. Miluzka acababa de darle un beso de bienvenida a un hombre moreno y fofo, muy bien vestido, que se sentaba a la mesa y sin decir palabra empezaba a comer algo que parecía una cucaracha.

*********

A medida que la espera se hacía más intolerable a cada minuto que pasaba, el cerebro de Cora oscilaba entre el miedo cerval y la más terrible curiosidad.
La que algunos llamaban -exagerando tal vez un poco- Revolución Miluzka había sostenido como hipótesis que mucho más fuerte que el amor a la riqueza resulta en el ser humano el espíritu del juego, el vértigo del riesgo; aun asociado, la mayor parte de las veces, con la pérdida y el dolor. No de otro modo se explicaban los casinos, las bancarrotas, la bolsa de valores, las “picadas” y la ruleta rusa, las apuestas descabelladas, los alpinistas de edificios, el puenting y los otros mil ingeniosos modos que el hombre ha inventado desde que existe con la sola finalidad de salir triunfante de un desafío o romperse la cabeza.
Fiel a esta hipótesis, Miluzka había comenzado a ofrecer a los participantes en su juego algo más -mucho más- que simples beneficios materiales. Había premios en efectivo, por supuesto, como una mínima concesión al clasicismo; pero eran los menos, los parias del espectáculo, los que nadie quería. Había más, y aun muchísimo más.
Por ejemplo: de los Cien Números de Miluzka, cuyo significado variaba de un día a otro, uno de ellos implicaba ganar una vuelta al mundo; otro, la muerte súbita en un oscuro callejón; otro aún, ser ignorado de por vida.
Había números favorables y números infaustos, pero ya nadie los consideraba de ese modo: aquel concepto maniqueo había dejado de regir hacía ya mucho tiempo. Lo único que importaba era la emoción; el resultado final era un mero accidente.
Cora nunca había querido comprar alguna de las listas, probablemente no muy confiables, que se podían conseguir a un alto precio en el mercado negro. Pero sabía muy bien -y eso era el Juego, su esencia y su maravilla- que en poco tiempo más podía estar muerta o haberse vuelto loca, ser la mujer más rica o la más miserable de la tierra. Cualquier cosa que ella fuera capaz de imaginar -y mil más, inimaginables- estaba a punto de sucederle.
Mientras su mente se perdía en ese vértigo, llamaron a la puerta.

2 comentarios:

  1. Jaja... bueno!! el deso de confiar en el azar... yla ridiculez de los estereotipo.

    ResponderEliminar
  2. perdón por el error de tipeo... donde dice "deso" debería decir "deseo". Lapsus o acto fallido, vaya uno a saber!! :-)

    ResponderEliminar