jueves, 2 de junio de 2011

EL REGALO

-Qué raro -dijo Ester mirando por la ventana.
-Raro qué -murmuró Samuel perezosamente.
Acababan de comer fideos con salsa de hongos, su plato favorito, y él se había atiborrado de tal manera que no sentía ningún deseo de abandonar la silla.
-Ya hace como una semana que no veo a Cristina, y hoy tampoco se ha aso­mado.
Encogiéndose de hombros interiormente ante el gusto de las mujeres por el me­lodrama, Samuel continuó escarbándose los dientes con un palillo.
-Y para colmo -continuó Ester, tomando impulso del silencio de él-, Alain está cada vez más gordo.
Ahora, dijo una vocecita en lo hondo de Samuel, el sainete da paso a la in­cohe­rencia.
Cristina era la señora de Fidélibus, una cuarentona que vivía en la casa que es­taba justo frente a la de ellos; Alain, por otra parte, era su perro, un enorme y antipático ovejero alemán. Hasta ahí todo claro. Lo que no resultaba tan claro para Samuel era la relación que tan estrechamente parecía unir -al menos en la mente de su esposa- la sú­bita reclusión de la vecina con la creciente obesidad de su mejor amigo.
-Tal vez -sugirió Samuel- Cristina ha decidido adelgazar, y le dona a Alain toda su comida. Lo que ha motivado, claro está, que de pronto se sienta terri­blemente débil y ya no pueda ni moverse de su casa.
Ester lo miró con severidad.
-No me gusta esa clase de chistes -dijo secamente-; y me parece de muy mal gusto que tomes a broma una situación que podría ser tremendamente seria.
-¿Tremendamente seria? Pero Ester, ¿de qué me estás hablando?
Ella se retorció las manos en un extraño gesto, mezcla de nerviosismo y de ver­güenza.
-Bueno -dijo, dudando-. Sabemos a quién tiene a su lado.
Samuel, estupefacto, respondió:
-Claro que lo sabemos. A ese hombre calvo que se hace llamar señor Fidélibus. Creo que es ingeniero, arquitecto, o algo así.
-No, no. Es viajante -dijo Ester-. Pero, ¿has visto sus ojos?
-No he tenido ocasión de ocuparme de tan importante asunto. ¿Qué pasa con sus ojos?
-Tiene unos ojos fríos, inhumanos. Y esa calva, además... Cristina nunca me ha hablado de él. Yo sé muy bien por qué: le tiene miedo.
-No seas ridícula, Ester. Es el marido. No te ha hablado de él porque no hay en el mundo nada más aburrido que un marido. Excepto una esposa, claro.
-Te digo que le tiene miedo. Pude sentirlo una vez que conversaba con ella en la vereda y él llegó. De pronto ella cambió. Se puso blanca, enmudeció. Se fue casi corriendo.
-Así es como debe ser -dijo Samuel-. Como dijo el Señor: Adonde él vaya, allá lo seguirás. Buenas noches, querida. Tus sospechas, o lo que sean, me han dado sueño.

*********

-Por favor asomate -dijo Ester. Miraba por la ventana hacia el cielo gris, próximo a oscu­recer.
Samuel meneó la cabeza, fastidiado. Abandonó libro y sillón y se aproximó a su espo­sa.
-¿Qué ves? -preguntó Ester.
-Un par de estúpidos mirando un vidrio empañado -aclaró la ventana con la manga de su pulóver-. Y un perro gordo y tonto arrastrando un hueso.
Ester lo miró, asintiendo.
-Es Alain -explicó-. ¿Qué más?
-¿Qué más qué? ¿Esto es un test de Rorschasch o algo así?
-Fijate en ese hueso. ¿No es extraño, Samuel?
-Ahora que lo decís... Tal vez un poco grande.
-¡Un poco grande, un poco grande! ¡Un hueso asombrosamente grande, eso es lo que es! ¿Qué significa esto, Samuel?
-¿Que está desenterrando un dinosaurio? ¿Que piensa aspirar al Guinness?
Ester, furiosa, se fue hacia la cocina.
Samuel volvió al sillón y al libro. De pronto había oscurecido.
Como a la media hora se oyó desde lejos la voz de Ester. Una voz apagada, de­primida.
-Diez días que no se asoma. Y ese perro que cada vez engorda más.

*********

-Sin cadáver no hay crimen -decía Ester, comiendo con entusiasmo-. No es fácil ha­cer desaparecer un cuerpo; pero una vez logrado eso, el asesino ha solucionado todos sus problemas. Aunque tenga los motivos, los medios y la ocasión, aunque todos los indicios apunten hacia él, sin cadáver no hay posibilidad de acusa­ción.
-Terriblemente interesante -dijo Samuel con un suspiro-. Un tema ideal para la hora de cenar. Tenés un poco de salsa en el mentón.
Ester se limpió con una servilleta y bebió un sorbo de vino tinto. Después atacó una pata directamente con las manos.
-Cavar es una estupidez -siguió diciendo-. Casi nunca es posible, al fin y al cabo, enterrar algo así muy lejos del lugar del crimen, que es justamente el primer sitio donde la poli­cía va a buscar. Y en cuanto a métodos más refinados, como esos hornos que usaba el bueno de Landrú...
-Hablando de hornos, querida -dijo Samuel-, lamento interrumpir tan erudita confe­rencia, pero juraría que algo se está quemando. Aunque muy bien podría tratarse de mi cerebro. O de mi oído.
Algo se estaba quemando, ciertamente. Cuando Ester llegó a la cocina compro­bó horrorizada que de lo que había prometido ser una deliciosa tarta de manzanas sólo quedaba una masa carbonizada y repugnante. Su ardor, sin embargo -o tal vez ade­cuadamente- pareció duplicarse.
-Pero el ingenio de un asesino -dijo volviendo al comedor como si nada hubiera ocurrido- no descansa jamás. Cada dificultad es para él un nuevo aliciente: cada obstáculo, una invitación a pergeñar nuevos y más refinados métodos criminales.
-Ester -preguntó Samuel-, ¿tenemos té de boldo?
-No sé. ¿Te sentís mal? No puede ser el pollo.
Samuel, un poco pálido, había abandonado prácticamente sin tocarlo su plato lleno. Ester se dijo que apenas terminara de co­mer prepa­raría un buen café para sí misma y un té de boldo para él. Si es que aún quedaba boldo. Después siguió diciendo:
-Para una inteligencia alerta es evidente que existen métodos de desaparición más eficaces y aun -¿cómo decirlo?- más naturales que un pozo en la tierra o un incinera­dor. Consideremos, por ejemplo, a los irracionales. No en pocas ocasiones la ficción policial los ha utilizado lisa y llanamente como asesinos. Pen­semos, por ejemplo, en el gorila, chimpancé, orangután o lo que sea de Los críme­nes de la rue Morgue, de Edgar Allan Poe, o en la víbora estrella de La banda moteada, de Arthur Conan Doyle. Pero, ¿cuándo se le ha ocurrido a alguno de esos genios literarios usar a un animal en el papel de cómplice, como desaparecedor?
-Perdón -dijo Samuel.
Se levantó trabajosamente, de una manera insólita, lenta y rápida al mismo tiempo, y marchó hacia el baño. Inmediatamente después extraños ruidos llegaban hasta el comedor.
Tendré que buscar el boldo, pensó Ester.

*********

El domingo al mediodía Samuel ya se sentía bastante bien, y accedió a acompa­ñar a Ester a casa de los Fidélibus.
Nadie respondió a su primer llamado. Mientras ella insistía, por un costado apareció Alain. Llevaba un enorme y extraño hueso en el hocico, y parecía muy feliz. Se quedó mirándolos unos segundos, sorprendido, y después continuó viaje.
-¡Ester! ¡Pero qué sorpresa!
Era Cristina, que acababa de asomarse por la puerta. También ella, aunque nerviosa, parecía estar feliz. Eludiendo la mirada de Samuel, Ester le dijo:
-No te veía desde hace más de diez días, y estaba un poco preocupada. Pensé que estarías enferma, o algo así.
-No, no -dijo Cristina-. Fui a verla a mi mamá. Recién he vuelto ayer. ¿De qué se ríe, Samuel? Pero pasen un rato; los invito con un café.
No podían negarse. Se quedaron media hora, hablando trivialidades. Luego Ester recordó que había dejado ropa a medio lavar.
Cuando salían, vieron a Alain que entraba. Esta vez ni siquiera los miró. Mien­tras corría hacia la casa obedeciendo a los llamados de Cristina, pudieron verlo bien. Estaba increíblemente gordo.

*********

-Qué raro -dijo Samuel mirando por la ventana.
-¿Raro qué? -preguntó Ester.
Estaba cómodamente apoltronada en su sillón, tejiendo un pulóver rojo y leyendo una novela policial. Cómo era capaz de hacer simultáneamente las dos cosas era un mis­terio que su esposo jamás había podido resolver.
-Fidélibus -dijo Samuel-. El tipo. Nunca está.
Ester se encogió de hombros.
-Es mejor -replicó-. Últimamente la he visto a Cristina más contenta. Tal vez se han se­parado.
-Te lo hubiera contado -dijo Samuel.
-No hablo mucho con ella, en realidad. Cristina no es muy sociable que digamos. Y jamás habla de él y de sus cosas.
-Y ahora sale Alain -prosiguió Samuel, que había vuelto a mirar por la ventana-. Es in­creíble, pero sigue acarreando huesos. Los huesos de dinosaurio. ¿Adónde los llevará?
-Seguro que los entierra lejos -dijo Ester-. Y eso, ¿qué importa?
Samuel hizo un gesto ambiguo.
-Pensaba, nada más. ¿Cuánto hace que no vemos a ese tipo?
Ester reflexionó.
-Dos semanas, tal vez. Es viajante, acordate. ¿Qué importa, después de todo? Cristina está muy distinta, ahora que él no está. Mejor que todo siga así.
Samuel se encogió de hombros. Intuición femenina, se dijo mientras bajaba la per­siana y se dirigía hacia el dormitorio.

*********

-Cristina se está mudando -comentó Ester el viernes por la tarde, cuando Samuel volvió de tra­ba­jar-. Dice que no le gusta este lugar, que está cansada. ¿Y sabés una cosa? Me hizo un regalo.
-¿Un regalo? -dijo Samuel, pensando vagamente en una licuadora.
-Ahora te lo muestro -dijo Ester.
Abrió la puerta del patio, llamó a alguien, y antes de que Samuel pudiera reac­cio­nar aquella cosa obesa estaba ya en el living, inva­diendo la casa con su olor nauseabundo.
-¿Qué es esto? -dijo Samuel.
-No me digas -replicó Ester- que no te acordás de Alain.
El perro, que había estado mirando a la mujer como un esclavo a su amo, se acercaba ahora a Samuel y empezaba a olfatearlo.
-Se muda a la ciudad -estaba diciendo Ester-, a uno de esos departamentos que son como un placard; imposible llevarlo, te darás cuenta. Y para mí va a ser muy buena compañía cuando vos, querido, ya no estés.
Ante los ojos horrorizados de Samuel, aquellas patas mugrientas acababan de posarse sobre su nuevo pantalón.
-¿Qué dijiste? -preguntó, incrédulo, intentando vanamente apartar a aquella mole.
-Cuando vos ya no estés, dije, querido. Cuando tengas que empezar a ir a la ciu­dad por ese nuevo y bendito trabajo que has conseguido.

1 comentario:

  1. Ya lo había leído en un libro tuyo o en donde, puede ser que lo pusiste en el face antes?.

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