martes, 28 de junio de 2011

EL KIOSCO


La primera vez que David vio el kiosco fue una hermosa mañana de setiembre. El subgerente de la oficina donde trabajaba le había encargado que llevara unos documentos hasta cierta empresa de telefonía distante unas quince cuadras. Satisfecho con el encargo, que le permitiría evadirse durante un buen rato (que él se encargaría de prolongar lo más posible) de la asfixiante rutina de la oficina, David se puso el saco, se despidió y salió.
Caminó sin apuro, observando a la gente y disfrutando del sol y del aire tibio. Al llegar a la Cañada cruzó hacia la mano izquierda y siguió caminando en dirección a Colón.
Acababa de cruzar una esquina, ocupada completamente por una gran heladería, cuando un hedor casi insoportable lo asaltó. Miró hacia la derecha, en dirección al lugar de donde parecía provenir la fetidez, y vio un kiosco de revistas. Era un kiosco pequeño, de metal, que apenas se asomaba en el límite de la vereda con la acera, como a unos veinte metros de la heladería. En contraste con el resto de los comercios, en lugar de exhibirse con orgullo parecía más bien querer esconder tímidamente su presencia.
El metal del armazón había sido pintado de un gris opaco, que ahora estaba sucio y desteñido; las revistas y los periódicos, por lo poco que pudo ver David, eran escasos y parecían viejos. Detrás de ellos, en el interior del kiosco, podía verse el rostro de una mujer.
Era vieja, increíblemente vieja. Su cabello, de un blanco opaco, era lacio y muy largo. Sus mejillas estaban muy hundidas, lo que sumado al traslúcido tono de aquella piel le daba la apariencia de un cadáver que alguien moviera desde atrás, como a una marioneta.
David apartó la vista, impresionado. Él había visto algunas otras veces expresiones similares; pero sólo en los hospitales, en situaciones de extremo desvalimiento, mostrando claras señales de un próximo desenlace. Pero así, en pleno centro...
De pronto sintió vergüenza de su poco caritativa reacción; después de todo, se dijo titubeante, bien podía tratarse de una anciana pasando por un momento de malestar o de enfermedad. Pero pronto este pensamiento fue reemplazado por su primera sensación: aquello era -aunque no se lo formuló de esta manera, con palabras- algo antinatural. Y además, estaba lo del olor. No había sido imaginación. Y él creía saber de dónde provenía.
Todo el resto del día, intermitentemente, su cerebro se vio asaltado por imágenes de la vieja y el recuerdo de aquel hedor. Aquella noche casi no comió. Se fue a dormir temprano, sintiéndose muy cansado; toda la noche lo acosaron pesadillas que al día siguiente no fue capaz de recordar, por mucho que se esforzó.

*********

Trató de olvidarse del kiosco y de la anciana, pero la próxima vez que le encargaron llevar más documentos a aquella empresa ni siquiera intentó desviar camino. ¿Por qué hubiera debido hacerlo? Además, al irse aproximando a aquella esquina se dio cuenta de que una irresistible sensación mezcla de repugnancia y de curiosidad, similar a la que experimentaba a veces en asuntos sexuales, se apoderaba de él. Al pasar frente al negocio de la esquina se demoró observando a la gente que disfrutaba de sus helados, tranquilamente sentada en sillas de plástico, ignorante -se sorprendió- de aquel cadáver viviente y del hedor repugnante que se cobijaban apenas unos metros más allá.
Al llegar frente al kiosco se acercó un poco más de lo que lo había hecho la primera vez. El grisáceo armazón no había cambiado en nada; las revistas y los periódicos parecían ser los mismos que la primera vez que estuvo allí, hacía ya dos semanas.
Esto, que en un principio lo sorprendió, tuvo muy pronto una lógica explicación. No es que sólo parezcan ser los mismos, pensó David: son los mismos, en realidad. ¿Quién con un mínimo de respeto por sí mismo se acercaría a comprar algo en aquel antro?
La anciana estaba más atrás, surgiendo apenas de la penumbra del interior del kiosco. Evitando mirar aquella cara, David dirigió sus ojos detrás de ella; se veía muy poco, salvo formas oscuras que podían muy bien -o tal vez no- ser diarios o revistas.
El olor, aun siendo intenso, parecía esta vez más amortiguado, como los que suele haber en algunos comedores de baja categoría.
Tal vez me estoy acostumbrando, pensó David con ironía. Y ahora, cuando mire la cara de la vieja, voy a ver a una hermosa y joven mujer de la cual me enamoraré perdidamente.
Desvió su vista hacia la anciana, y aunque no vio a una joven, tampoco vio aquella cosa cadavérica y repugnante que tanto lo había impresionado la otra vez. Era, simplemente, una mujer muy vieja, con muchos años encima y muchos sufrimientos reflejados en su rostro; y ese aire un poco siniestro que aún conservaba se debía tal vez menos a su naturaleza que a la necesidad de defenderse, vulnerable como era, en un mundo salvaje.
Con un súbito impulso, David se le acercó y le pidió el periódico del día.
La vieja se le quedó mirando, como si no hubiera entendido sus palabras. Después, precisamente en el momento en que David estaba por reiterarle su pedido, se dio vuelta y se sumergió en el kiosco.
¿Con qué me saldrá ahora?, pensó David; el periódico más reciente que puede conseguirse en este lugar debe de ser de fines del siglo pasado. Por un momento se preguntó si la mujer no estaría loca. Pero la vieja reapareció enseguida y, sin decir palabra, le entregó un ejemplar del diario solicitado.
Mientras sacaba el dinero y le pagaba, David sintió la mirada de la mujer clavada en él. Estaba por dar la vuelta e irse cuando súbitamente, sin dejar de mirarlo con esos ojos glaucos, ella habló.
-¿Por qué tiene esa cara? -dijo con voz cascada pero bastante inteligible-. ¿Se siente descompuesto?
Sorprendido, David, absurdamente, respondió lo primero que se le vino a la cabeza:
-Es que ha muerto una tía a quien yo quería mucho.
Al oír esto, ella rió de una manera que casi escandalizó a David.
-¿Muerto? -dijo, riendo todavía-. ¿Dice usted que está muerta? ¡Qué poco saben los vivos sobre los vivos y los muertos!
Y ahí se quedó, riendo, inmensamente divertida, mientras David se iba, perseguido por la risa de la vieja y, de nuevo, por el hedor.

*********

En ocasiones se le ocurrían esas ideas. Eran su modo de matar la rutina que, muchas veces, aun fuera de la oficina, amenazaba ahogar la vida, convirtiéndola en algo idiota, repetitivo y triste.
Antes, en la época del Grupo, cada excéntrica operación había sido imaginada y planeada con cuidado, turnándose cada vez, por él mismo y cada uno de sus amigos.
En cierta oportunidad, por ejemplo, en una iglesia evangélica, Diego había fingido un súbito ataque de inspiración divina, ornado de letanías en sánscrito y en latín y de sangrantes espumarajos de jugo de tomate, ante la aprobación de sus amigos, el fervor de los feligreses y el absoluto desconcierto del pastor, que no sabía si dar gracias a Dios, exorcizar al poseso o llamar a la policía.
En otra ocasión, cierta intachable señora gorda había sido implacablemente perseguida durante no menos de dos meses por los más estrambóticos personajes -porque el disfraz también entraba en las habilidades de aquel grupo-, quienes día a día le formulaban las más insólitas preguntas, le extendían las más extrañas invitaciones y la acusaban de los más atroces crímenes. La operación había cesado cuando la pobre mujer, convencida ya sin duda de que se estaba volviendo loca o algo peor, acudió en el transcurso de un solo día a consultar a un renombrado psiquiatra, a una famosa bruja y a un sacerdote católico muy conocido por sus intervenciones en la televisión.
Ahora estaba solo, pero la diversión es la diversión; sistemáticamente, se dedicó a vigilar al kiosco y a la anciana.
El punto de observación más adecuado era, por cierto, la heladería. Sobre la vereda, y a lo largo de sus grandes paredes de vidrio, que se unían en el ángulo de la esquina, los clientes ocupaban las sillas de plástico atornilladas a la pared. Desde cualquiera de esas sillas podía verse, torciendo el cuello en ángulo hacia la izquierda, al kiosco y a la vieja. Podía haberse visto, mejor dicho, de no mediar una desgraciada circunstancia: precisamente allí, entre el kiosco y la heladería, dos enormes árboles de paraíso, plantados quién sabe con qué singular criterio, interrumpían casi absolutamente la visión.
De todos modos, y aunque las hojas de los árboles le ocultaran la observación directa, desde la heladería David podía lograr una visión aproximada de la gente que se acercaba al kiosco y se alejaba de él.
Adquirió la costumbre de ir dos o tres veces por semana a las cuatro de la tarde, su hora de salida de la oficina. Compraba un helado, casi siempre los mismos gustos -chocolate y dulce de leche-, se sentaba en una de las sillas, que a esa hora solían estar poco concurridas, y calmadamente se dedicaba a espiar los movimientos relacionados con el kiosco.
A esa hora la mayor parte de la gente no tenía otro pensamiento que volver a su casa después de la jornada de trabajo; no era, evidentemente, el momento ideal. David hubiera preferido otro horario de vigilancia; pero eso no era muy factible, así que se conformó con lo que había.
Se sucedieron tres semanas de observación. Durante todo ese lapso, sólo en dos o tres ocasiones David se acercó al kiosco y compró el diario, sin que la mujer demostrara reconocerlo. La mayor parte del tiempo se quedaba allí, sentado en la heladería, escudriñando a la gente que pasaba. Y poco a poco sus pesquisas lo fueron conduciendo a una extrañísima conclusión.

*********

El problema era que no había -que no podía haber- ninguna seguridad. Su puesto de observación, sin duda, no era el ideal: no había un solo momento en el que tuviera una visión directa de su objetivo.
Claro, podía adivinar; y de hecho eso era lo que hacía. Resultaba evidente que las personas que, yendo o viniendo por la vereda, torcieran su rumbo justo en ese sitio, desviándose hacia la acera, lo harían en general por una de dos razones: porque se dispusieran al cruce de la calle (cosa no muy probable en ese lugar), o bien porque se dirigiesen hacia el kiosco. Y el mismo razonamiento podía aplicarse a aquellos que, viniendo del sitio oscuro que se escondía detrás de los altos árboles, se reintegraran de pronto a la corriente normal de la vereda. Algunos, seguramente, vendrían de la calle; la mayor parte, sin embargo, debían de provenir del kiosco. Un elemento importante a tener en cuenta en este último caso era lo que esas personas llevaran en sus manos: un diario, una revista, un libro (¿por qué no?) eran señales casi seguras de que acababan de salir de aquel lugar.
Durante esas tres semanas un par de certezas, primero intuidas tímidamente y luego corroboradas por las observaciones de David, surgieron en su mente.
La primera, y lo más desconcertante, era la casi absoluta falta de concordancia entre las personas que ingresaban a la Zona Arbolada (así la había bautizado David) y las que desde ella se reintegraban a la vereda. Muy pocas veces, tal vez una de cada cuatro, reconocía David a una persona; había llegado a esperar como un premio o un alivio -o, más probablemente, las dos cosas a la vez- aquellas raras ocasiones en que el que entraba era el mismo que salía, poco después, llevando un diario o una revista en su mano. En general, entraban unos, pero salían otros. Era imposible, era impensable, pero era así.
La segunda, ya no tan desconcertante, en vista de lo anterior, era la casi absoluta falta de elementos en las manos de quienes regresaban de la Zona Arbolada. Como si los diarios y las revistas -David pensó en la segunda vez que había ido al kiosco, en cuán intocados le habían parecido- fueran apenas una fachada, una mera excusa para aquello que era casi sin duda (y ahora la repentina palabra fue una vía, fue en su mente, para su mente desconcertada, lo mismo que nombraba) un pasaje.

*********

Un martes como a las cinco de la tarde David traspuso los árboles y se dirigió al kiosco. Se paró frente a él y miró a la mujer sin decir nada. La miró, simplemente, como ella lo había mirado a él la primera vez.
Ella sostuvo la mirada. Después dijo, sin mostrar desconcierto:
-¿Qué desea?
-Entrar -respondió David.
Ella rió.
-Soy una pobre vieja -dijo burlonamente-. No estoy para esos trotes. Hay tantas jovencitas hermosas por ahí...
David no sonreía.
-Quiero entrar -repitió-. Como todos los otros.
La vieja pareció reflexionar.
-Todos los otros... -dijo-. No creo que sean tantos. Pero usted sabe las consecuencias.
-Las adivino.
-Como ha adivinado todo. Pero, ¿cómo?
-He visto gente entrar -dijo David-, y vi gente salir. No siempre eran los mismos. Y usted me dio otra clave.
-¿Yo? -replicó la vieja.
-Usted, cuando dijo aquello de que los vivos poco sabemos de los vivos y de los muertos. Ahora ya lo sé: hay una realidad donde la vida y la muerte son una misma cosa. Y éste es uno de los pasajes.
La vieja pareció doblarse de la risa.
-¡Un pasaje, sí, eso está muy bueno! -murmuró-. Pasaje... un nombre un poco extraño, pero puede pasar -y seguía riendo.
David la miraba, serio. Más que desagradable, ahora la vieja le parecía chusca.
-¿Hay alguna formalidad que tenga que cumplir? ¿Algún rito, algo así?
-No, no -dijo la vieja, secándose las lágrimas que le corrían por los ojos-. Esto es muy natural.
-Pero, ¿no debo dar algo a cambio?
La vieja rió de nuevo.
-Dar, como dar -respondió-, nada. Se tomará de usted lo necesario. ¿No se da cuenta? Usted se lo ha ganado. La inagotable curiosidad humana, el noble anhelo fáustico y todo eso.
David estaba perplejo.
-Respecto a mi condición...
-Respecto a su condición -repitió la vieja-, técnicamente deja de pertenecer al mundo de los vivientes. Eso, por cierto, sólo para entrar en una dimensión mucho más vasta.
-Entonces ya no puedo contar con mi trabajo.
-No le hará falta. ¿Cree acaso que vendo muchos periódicos? Tampoco lo necesito. Nosotros somos -¿recuerda sus lecturas de la Biblia?- como lirios del campo.
Se escurrió hacia un costado y abrió una portezuela de metal. David miró hacia adentro. Era muy poco lo que podía ver; sólo el inicio de una oscura galería.
Miró a su alrededor. Miró a la llamativa vegetación de la Cañada, a las pocas personas que transitaban, al cielo muy azul; los miró intensamente, porque sabía que era la última vez que los miraría de ese modo, desde esa condición. Agotado y feliz, dolidamente tranquilo, como quien, arrasado por la fiebre, se recuesta en la cama y siente que no importa ya quién es, entró en el kiosco.

*********

Siguió a la vieja por la lóbrega galería. Llegaron a una puerta, que ella abrió hacia un nuevo pasadizo, que daba a otra puerta, y así varias veces más. Finalmente arribaron a una entrada que, en contraste con las otras, se encontraba profusamente iluminada. La vieja golpeó dos veces, murmurando algo que él no pudo entender. La puerta se abrió; la vieja le cedió el paso, y David entró.
Y entonces David pudo comprender por qué la vieja le había dicho que ellos eran lirios del campo, que nada necesitan, porque lo que necesitan viene espontáneamente a ellos; y comprendió también por qué los que entraban en la Zona Arbolada casi nunca eran los mismos que salían.
Mientras las garras incontenibles y las bocas hambrientas se abalanzaban sobre él, supo David al fin que aquello no era un kiosco, y tampoco un pasaje, como había supuesto: aquello era un restaurante.


4 comentarios:

  1. Mmmm.... después de éste relato no me voy aventurar a entrar a kioscos extraños... (que los hay). Cuidado con el atractivo delos pasadizos misterioso. Muy bien narrado.

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  2. Perdón por los errores de tipeo...

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  3. Genial amigo! Un muy buen cuento y muy bien narrado. Saludos!

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  4. Así que sos escritor... Mira vos. Un intolerante escritor que le dice boludo a alguien que opina diferente... Ojalá te vaya reeeee bien.

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