miércoles, 15 de junio de 2011

LA HORMIGA



Supe que Maidana era una hormiga desde el primer momento en que lo vi, cuando llegó para investigar la muerte de Alana.
Era negro, muy negro, obtuso y trabajador. Aunque, más que trabajador, la pala­bra tal vez sea laborioso. Dominaba a la perfección el arte de complicar, enrevesar y perfeccionar (en cualquier sentido posible, aun aspirando al caos) cada acción que debía llevar a cabo.
Yo lo observaba trabajar; me inspiraba un poco de envidia, otro poco de lástima y otro poco de repulsión. Envidia por todo aquello con que él contaba y que a mí me faltaba: el sostén de su tribu, miles de hormigas semejantes a él, muchas de ellas a su servicio, algunas casi tan laboriosas como él mismo. Lástima por lo que eso significaba: nula independencia, vacío de espontaneidad, la obligación de final­mente responder, de un modo u otro, a esa rígida maquinaria. Y repulsión, en fin, por eso que en la hormiga repele a la cigarra espontáneamente, sin razo­nes. Claro, sobraban frases precisas y contundentes para explicar esa aversión; pero algo muy curioso de estas explicaciones era que el hecho, la sensación, se les esca­paba, como si aquella sisa lógica les fuera un poquito estrecha; como si siempre quedara, allá en el fondo, algo fundamental sin explicar.
-Maidana -le dije el segundo día, cuando el grado de intimidad que habíamos al­canzado le permitía ya empezar a odiarme frontalmente-, ¿no habrán sido los ho­munculi?
-Los qué -dijo Maidana con su modo aplicado, su laboriosidad toda al acecho esperando dónde saltar, sobre qué hacer presa.
-Los homunculi, hombre. ¿O va a decirme que nunca oyó hablar de los homun­culi?
Maidana me miró con sus ojos de hormiga, muy negros y muy redondos, y, como hormiga que era, no hizo más que esperar. Para fatalistas, me dije yo, están los musulmanes y están ellas. Hice un gesto impaciente, como molesto por tener que explicar algo evidente a un alumno estudioso pero muy lento.
-Los homunculi -dije- son unos hombrecitos que se generan espontáneamente en ciertos preparados especiales de residuos orgánicos. Numerosos testimonios de la Edad Media, y aun de épocas posteriores, dan fe de su existencia.
Maidana me miró, serio y tranquilo, y dijo sin emoción:
-La ciencia del siglo veinte no admite tales leyendas.
Hice como que me impacientaba.
-Mire, Maidana -dije, ofreciéndole un cigarrillo que rechazó tras corta vacila­ción-. Yo no sé lo que dice la ciencia, pero sé lo que dice el doctor Sax. El doctor Sax me contó el otro día que luego de muchos años de penosos trabajos logró al fin obtener una camada de esos homunculi. Y si lo dice Sax, no voy a ser yo quien no lo crea.
-¿Quién es el doctor Sax? -preguntó Maidana. Parecía considerarlo muy seria­mente, tal vez debido a mi mención a su laboriosidad.
-Un sabio húngaro -respondí-. Era amigo de Teller y de Szilard; ahora vive aquí, a la vuelta de la esquina.
Como Maidana pareciera muy poco impresionado por la mención de las amistades del doctor, deduje que jamás había oído hablar de Teller y de Szilard. Bueno; después de todo, era una hormiga. Pareciendo haber decidido que mis informaciones e inquietudes no le serían de mucha utilidad, se despidió fría aunque cortésmente y siguió con sus investigaciones.

*********

Alana había sido una buena mujer, tal vez demasiado buena; y su familia, por lo visto, no iba a dejar impune su asesinato. Yo era también parte de su familia, al menos ante la ley; pero sabía muy bien que, entre el odio cordial que su madre y sus hermanas sentían hacia mí y los datos que tan laboriosamente Maidana iba sacando a luz, ya estaba casi hasta el cuello.
Alana tenía un seguro de vida más que interesante del cual yo era el único bene­ficiario, me había informado Maidana ya el primer día, insinuando quién sabe qué; correcto, había dicho yo; y también, había agregado, es cierta la circunstancia simétrica y complementaria: un más que interesante seguro a mi nombre que tiene como beneficiaria a mi difunta y llorada esposa. También su testamento, había insistido entonces él, nombrándolo heredero universal; ah, claro, había dicho yo: exactamente igual que yo a mi pobre Alana.
Llegados a este punto yo comencé a intuir que, esgrimido con sutileza y sin exa­gerar, este chusco sistema de juego de reflejos podría ahorrarme un más que considerable ajetreo mental.
-Algunas de sus vecinas creen que usted la maltrataba.
-Yo creo que es envidia; tal vez estén sufriendo la indecible desgracia de tener por marido a un santo. Todo hombre y toda mujer que se precie de serlo desea en ocasiones ser maltratado; para algo ha sido inventado el matrimonio, sin hablar de la policía. Alana y yo no nos privábamos mutuamente de ese goce o profunda necesidad. ¿Leyó a Sacher-Masoch?
-Otros murmuran que usted bebe.
-No creí que mis virtudes más privadas hubieran llegado tan rápidamente a co­nocimiento público. Como dice el decreto: Hazte la fama y échate a dormir. ¿Una copita de cognac?
 Maidana no sonreía nunca, pero no creo que fuera por frialdad; su boca de hormiga parecía haberse petrificado en una estúpida mueca de remilgo para la que parecía casi imposible cualquier tipo de flexibilidad. Siempre permanecía serio, más serio cuanto yo más payaseaba; y, sin em­bargo, yo sabía que detrás de esos ojos negros, vacuos y enormes y de esa tonta boca, un cerebro algo más que laborioso acumulaba datos, registraba reacciones, se hacía continuamente más preguntas.
Ni un paso en falso, me repetía yo; no dejaba de recordar lo que la cigarra había dicho en cierta ocasión: No te fíes jamás de la hormiga y de su idiotez.

*********

-Qué es eso -dijo Maidana cierto día entrando en mi estudio sin avisar.
Yo había estado dibujando un animal de incierto diseño seguido a cierta distan­cia por una hormiga; un poco más allá estaba el plano esquemático del lugar donde yacía el cuerpo de Alana. Había líneas de puntos y líneas de trazo lleno que unían a todos los personajes por diversos caminos. Respondí de inmediato, mirándolo en los ojos:
-Es el gráfico representativo de una teoría. Una hipótesis matemática.
Pareció interesado; se sentó frente a mí, sin dejar de mirar los trazos.
-Algo de su invención -murmuró al fin.
-Si así puede decirse -respondí-. ¿Sabe usted? Todo es cuestión de conexión. La mente, en sí, no tiene ningún límite.
Pareció pensar muy seriamente en la cuestión. Después, para mi sorpresa, sacó un atado de cigarrillos y me invitó. Fumamos en silencio durante unos instan­tes.
-¿Sabe qué fue lo más curioso con Teller y con Szilard y con Oppenheimer y to­dos los implicados en el asunto? -dijo Maidana al fin-. Lo más curioso es que ni siquiera podemos hablar en su caso de criminalidad o aun de inmoralidad; todo fue mucho más allá.
-No entiendo -repliqué.
-Hiroshima y Nagasaki y todo lo que las precedió solamente fueron posibles por­que esos hombres seguían un impulso que apuntaba, no sólo mucho más allá de cualquier consideración ética o racional, sino también mucho más allá de la más mínima noción de sentido común, de cordura y aun de supervivencia.
-Una absoluta locura, sí -asentí-. Pero, ¿cuál era ese impulso?
Maidana dio una larga pitada a su cigarrillo. Jamás antes lo había visto fumar.
-Lo mismo que impulsa a su amigo Sax -respondió al fin-. Aquello que empuja a algunos a ser mucho más que humanos, o al menos a intentarlo. Lo que lo lleva a uno a sentirse por encima de la órbita no sólo de la lógica común sino, por sobre todo, de la cordura común y de la ética común.
Dio otra larga pitada y dijo, incongruente, señalando el papel:
-Su hipótesis, por ejemplo. ¿Qué son esos dibujos?

*********

-Tenemos tres elementos -expliqué-. Llamémosles V, A y D: la Víctima, el Ase­sino, el Detective. Son nombres de fantasía; recuerde, es una teoría matemática, o, para ser más preciso, una hipótesis de aplicación universal.
-Una especie de ley.
-Si quiere llamarla así. Postulado primero: la Víctima atrae al Asesino. Existe entre estos dos un magnetismo, una interrelación que es incluso anterior a ellos como individuos; algo que los condena, inexorable, a culminar en el Crimen. Miles de meteoritos -sistemas más débiles y pequeños- son de pronto atraídos por la masa de la Tierra o de cualquier otro planeta, más poderoso: en cuestión de minu­tos son absorbidos, fagocitados. ¿Hay algo de extraño en eso? El pez grande se come al chico.
-Claro, claro -dijo Maidana, con impaciencia infrecuente en él.
-O el ejemplo del pez. Lo usé como metáfora, pero vale también como hecho. ¿Qué es la mosca sino comida de la iguana? ¿Qué el ciervo sino bocado para el león? ¿Puede eludir el ratón al gato?
-Muy pocas veces -dijo Maidana.
-Muy pocas veces -repetí-. Y siempre por azar. Entonces, ¿para qué tanto lío en la esfera humana? ¿Para qué tanto escándalo de leyes y policías, de cárceles y condenas si todo es como es, si Víctima y Criminal se buscan desde siempre, se necesitan el uno al otro para llegar a ser finalmente ellos, lo que son, su esencia, en el sagrado instante de la Consumación?
Con sus ojos de hormiga, Maidana me miraba fijamente. Por fin, pestañeando, reaccionó.
-Hay un orden -dijo, molesto-. Hay un orden humano, totalmente distinto del orden natural. La muerte de un ser humano a manos de otro no puede ser comparada con la muerte de un pez en la boca de un gato. Para eso existen las leyes; si no, sería el caos.
Yo había estado presintiendo que eso era lo que diría. Negué con la cabeza.
-Usted está equivocado -dije, muy lentamente-. ¿Por qué ha de ser la muerte de un pobre pez menos importante que la muerte de un estúpido ser humano? ¿Por qué ha de ser el orden humano diferente, como usted dice, del orden natural? ¿No es el hombre, acaso, parte del universo y parte de este planeta, aunque él quiera sentirse dueño, destruyéndolo y destruyéndose en ese afán? Ahí está el punto, Maidana: como usted dijo antes con desaprobación, el hombre no se conforma con ser lo que es. Pero los Faustos abundan no sólo entre los físicos, los filósofos o los biólogos: ¡su justicia es tan fáustica como su policía, como su ley y como su religión! ¿Por qué habría de erigirse alguien en juez de lo que debe ser? ¿Por qué debería alguien entrometerse en el Matrimonio de la Víctima y su Verdugo?
-Usted debe de estar loco -dijo Maidana.
-De ningún modo -respondí-. Sólo soy sabio y natural. Y si le parezco loco es sólo porque usted es uno de ellos.
Maidana hizo un gesto trunco.
-Un Fausto detectivesco -murmuró.
Hice un gesto de asentimiento.
-Un Fausto detectivesco de errónea autopercepción. El Detective, falsa figura creada por esa fiebre de entrometerse en todo, de ser más que lo natural. No existen detectives entre las plantas o entre los animales. Todo detective es, en el fondo, alguien que no quiere asumir lo que verdaderamente es.
Maidana sonrió por primera vez desde que yo lo conocía.
-¿Un criminal? -dijo muy lentamente.
-O una víctima -respondí-. Una víctima como usted.
Mientras él me miraba con sus grandes y vacuos ojos, llevé a cabo aquella con­sumación que mi espíritu había presentido desde el primer instante. Después, ya satisfecho, lo enterré, muy cerca de donde estaba Alana.
¿Hay algo mejor que la tierra para una hormiga?


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