jueves, 2 de junio de 2011

EL HIPERCUBO Y LA CRUZ



 -Prefiero los crímenes literarios -dijo el Vate-. Eso sin mencionar que toda literatura es un crimen ya de por sí.
-Pero, don Paradojo -insistió Hermitage- la ley y el orden lo necesitan con urgencia; con desespero, diría yo.
-Pues dígales a ese señor y esa señora -replicó el Vate- que si lo de ellos es de carácter crudamente sexual, como infiero de sus palabras, no soy el ente más adecuado en el vasto universo para dar satisfacción a sus chanchadas.
-No, no, usted no entiende -Hermitage oscilaba entre la apoplejía y la depresión post-parto- o no quiere entender. La civilización está siendo amenazada en sus mismos cimientos...
-Caramba, qué curioso. Siempre tuve la idea de que era prefabricada.
- ... ya ni siquiera nuestros hijos, los inocentes niños...
-Pavada de soberbia, traer seres a este vasto e inextricable universo. Mi padre me trajo a mí, y fíjese usted lo que ocurrió. Después vienen los lloros. Y en cuanto a la inocencia de los niños...
-Mire, don Relativo -el sargento García asumió decidido el mando de las negociaciones-: o nos ayuda o ya mismo, le juro por la santa mujer que siempre dijo ser mi madre, Dios la tenga en Su Gloria o donde sea, le rompo las dos piernitas; no a ella, sino a usted.
El Vate meditó la proposición, pero no mucho: él siempre, a pesar de aquella su molesta manía o divertimento de epater le bourgeois, se ponía finalmente del lado del orden y de la ley.
-Está bien -respondió-. Pero después no se quejen si alguien resulta herido.


2.

Esta vez no se trataba de un solo asesinato: se trataba de treinta y tres.
-Bueno, caramba -dijo el Vate-. Hay gente un poco exagerada, ¿no es verdad?
Entre las víctimas se contaban tres Papas, un Antipapa, dos Papisas, cinco Patriarcas de la Iglesia Ortodoxa, siete Grandes Rabinos, y así sucesivamente.
-Sospecho que se trata de un maniático religioso -dijo el Vate-. No me pregunten cómo lo sé, pero lo sé: como decía Vaticínides, y antes que él Eudocio de Arnapurna, y antes que él, aún, Ustipo, la fe tiene razones que la razón no entiende.
En todos los casos el asesino había dejado stickers adhesivos pegados a las víctimas con leyendas alusivas a cada caso particular. Una de las Papisas, por ejemplo, ostentaba en su ceja izquierda el mensaje, simple pero expresivo: Papa frita.
-Y es, además, un amante de las letras -comentó el Vate-. Sobre todo de las mayúsculas de imprenta. ¿Ven ustedes el trazado casi volátil de la A? Temperamento artístico, sin duda. De Quincey no hubiera objetado firmar estas composiciones.
-¿Se refiere usted a Quincy Jones -se horrorizó García, quien era no sólo un melómano insoportable sino que se estaba quedando, además, tal vez por la misma causa, completamente sordo-, al señor Quincy Jones?


3.

-El asesino serial -comenzó el Vate- siempre resulta ser, a fin de cuentas, o un enimente científico o un eminente chapucero.
Quedó en silencio el tiempo necesario para ingerir dos bolsas familiares de papitas y bajarlas con tres litros de cerveza.
-¿Por qué?, dirán ustedes, si es que aún queda alguien en esta mesa -tanteó temblorosamente a su alrededor y, al tocar un perchero, tranquilizado, continuó. -Pues porque, responderé, la clonación desaforada sólo puede indicar una de dos opciones. ¿Creó Dios, acaso, trece universos, veintiuno, treinta y tres?
Mirándonos, dudamos, yo y el perchero, antes de responder. ¿Sería ésta una nueva trampa del Orate (esa vasta, indefinible combinación de Oráculo y de Vate), una más de las imaginativas artimañas de su espíritu zumbón que lo llevaba a veces, por ejemplo, a meterse en el baño de las señoras simulando una absoluta ceguera cuando -bien lo sabía yo- en esa época podía leer la letra chiquita de los contratos incluso sin anteojos, o a anunciar con todo desparpajo que las obras de Shakespeare habían sido escritas por él mismo (por Sir William, se entiende)? ¿No era acaso ese que estaba ahí el permanente refrendador de la hipótesis del multiverso o pluriverso, según la cual existían, no uno ni dos ni cincuenta y tres sino miles y miles de universos, cada uno más idiota que el siguiente?
-No, señor -respondió el Vate, ya que nadie le respondía-. Dios ha creado uno y sólo uno; de ahí su nombre de Universo, y el que afirme lo opuesto miente, miente como un gran contribuyente. ¿Por qué entonces multiplicar los crímenes y la infamia?
Hizo un nuevo silencio a fin de ingestionar dos kilos de manicitos y cinco Heineken doradas con fernet.
-Hay sólo dos opciones, con perdón de la palabra. Primera: el criminal, no satisfecho con cada una de sus obras, insiste en alcanzar la perfección con la siguiente. Segundo: el criminal colecciona categorías -en este caso, digamos, dignatarios de Dios. ¿A dónde nos lleva esto?
-¿A dónde nos lleva esto? -repetí, al no encontrar nada mejor.
-Pues yo diría -dijo el Vate sonriendo sutilmente-, bueno, caramba, que al Bodegón de Franz. Aquí ya hay una como melancolía, ¿no le parece a usted?


4.

El Bodegón de Franz es suburbano, es kafkiano, es un poco raro. Llegamos en un ratito (la lluvia nos ayudó).
-Buen día, K. -dijo el Rapsoda dirigiéndose al mozo-. Porque, bueno, caramba, ya debe de ser de día, ¿no es verdad?
-Sólo Dios sabe -dijo K. Parece un hombre singularmente religioso. Aparenta creer que en el vasto universo absolutamente todo, aún el color de las obras de Andy Warhol, depende de los designios profundos y misteriosos de la Divinidad.
-Para el amigo, aquí -prosiguió el Vate-, un vasito de j. Yo, en cambio, dos botellas de r. y dos platitos, uno con v. y otro con d.
-Su pedido está en marcha -dijo K. y se dirigió al baño.
-Bueno, ¿en qué estábamos? -titubeó el Vate-. Qué cosa la memoria, ¿no es verdad? A veces uno se queja de ella, pero después, con los años y los crepúsculos, uno advierte: mejor perderla que encontrarla. ¿Recuerda al Padre Brown?
-¿Que si recuerdo al Padre Brown? -exclamé yo, ofendido-. ¿Y usted pregunta que si recuerdo al Padre Brown? -medité un rato-. No: la verdad, no lo recuerdo.
-Pues buena falta nos haría. Este es un caso para él.
En ese momento volvió el mozo. Parpadeé en la penumbra y me di cuenta: no era K., era T. Le sirvió al Vate una botella de a. y un platito de y., y a mí dos copas de s., sin platito.
-¡Ah, por fin! -dijo el Vate con ansiedad-. Yo ya estaba pensando que Mircea Eliade, el del tornillo sinfín, se había inspirado en este bar.
Antes de que pudiera disuadirlo, se sirvió un poco de la botella y bebió de la copa al estilo de Humphrey Bogart.
-¡Ajjjjj, con perdón de la onomatopeya! -exclamó el Vate-. ¿Qué es esto, por todas las orejas de Escroto de Profilaxis?
-A. -dije simplemente.
-Pero -replicó el Vate con lágrimas en los ojos-, yo habí pedido r.
-Estaba por advertirlo. No vino K., sino T. Siempre ocurre lo mismo en este sitio. Mejor irnos a Finnegans Wake Pub.
Partimos hacia allá, no sin asegurar a R., que se acercó a cobrarnos, que emplear tales argucias contra nosotros, simples hombres de letras, era como pedirle olmitos al peral.


5.

-Habrá usted observado -dijo el Vate- que el hombre siempre es dueño cuando dice y esclavo cuando calla.
-Perdón, Orate -repliqué-. ¿No sería al revés?
-Bueno, caramba, no. Pero esa es la idea, ¿entiende? No quieren que el hombre hable.
-Entonces, el Poder...
-¿Quién habla del Poder? Hablaba de las mujeres. Se han adueñado del Verbo, amigo mío. Diga usted que las Letras -escritas- aún resisten. Somos el último bastión.
-¿Se viene el Matriarcado?
-Y, eso o algo peor. Justamente, María me comentaba...
-Qué mujer, la Kodama. Su Yoko Ono particular.
-¿Quién habla de la Kodama? Hablaba de María, la chica de la limpieza. Ella me comentaba, el otro día, que se nos viene una que no se la aguanta ni el más pintado. Ia van a ví, decía, otra que la de San Quintín.
-Usted me asusta, Vate.
-No quiero ni contarle cómo temblaba yo. La tuve que despedir.
-Se alejó de ella...
-Para siempre. Treinta y dos años con ochenta centavos a mi servicio. Pero qué se le va a hacer: esta es la era del pluriempleo, por si no está enterado. Palabra fea con ganas, ¿no es verdad?
-¿Se refiere a enterado?
-A ésa también, de acuerdo. Se parece a enterrado. Hablaba de pluriempleo. Me trae reminiscencias fisiológicas, de ningún modo placenteras. Puerperio, cosas así. Cosa asquerosa el cuerpo, ¿no?
-Depende de qué cuerpo.
-Ya veo, está pensando en la Mae West, la Libertad Lamarque o alguna de esas diosas. Pero por dentro, amigo mío, la democracia reina imperturbable: ni Goethe dejó de ser un triperío deleznable.
-¿Me haría un favor, Don Vate?
-Lo que quiera, mi amigo. Píndaro, Bécquer o Rubén Darío, elija usted.
-Recíteme lo que quiera, don Orate, siempre que no hable de tripas o de batallas. Aquí llega Finnegan junior con las mollejas recién hechas.


6.

-¡Mollejas! -rugió el Vate-. ¡Hablando de triperíos, mollejas y chinchulines! ¿Quién inventó esa moda absurda de paladear como si se tratara de mortadela o de caviar esas cosas viscosas que antes siempre les dábamos a los negros y a las vacas?
-Finnegan -ordené-, un costillar bien hechito para el Vate. De suma urgencia, por favor.
Comimos en silencio, no sin ruido. El Vate engullía como el mejor; me dije, no sin un dejo de malicia, que la disminución de alguno de los sentidos siempre lleva consigo un aumento estruendoso de los demás.
-Como le iba diciendo en algún momento (qué cosa rara el tiempo, ¿no?), éste es, pintado, un caso para Brown.
-No me diga que James... -mumuró horrorizado el Sargento García, quien sutilmente caracterizado de Testigo de Jehová se había apersonado en nuestra mesa y nos miraba comer con la baba cayéndole sin disimulo alguno.
-Qué James ni qué niño envuelto -dijo el Orate, bruscamente metafórico-. No me diga que usted tampoco recuerda al Padre Brown.
-¡Que si recuerdo al Padre Brown! -el rostro del Sargento era el colmo del estupro (perdón, del estupor)-. ¡Que si recuerdo al Padre Brown! Ese clérigo informe y patizambo...
El Vate lo miró no sin asombro, no sin un largo chinchulín colgándole del costado de la boca.
-Sargento -dijo al fin-, su descripción del personaje coincide exactamente. Raro en un policía, ¿no es verdad? Conoció, entonces, al pudding de Essex...
-¡Que si lo conocí! -exclamó el Sargento, no poco repetitivo-. ¡Que si lo conocí!


7.

Sobornado que hubimos al Sargento con la promesa -mera promesa, convengamos- de una fuente repleta de chinchulín y tripa gorda y uno o dos tetra-break de ésos que hacen historia, accedió al fin a pormenorizarnos su único encuentro con el pudding chestertoniano.
-Yo no era aún la maravilla que soy hoy día -dijo García con modestia-. Yo acababa de concluir -no sin dificultades, reconozco, no sin untar un par de manos pedagogas con algún regalito- las materias postreras (Digitales Cuatro y Expresión Corporal, me acuerdo bien) de la Licenciatura en Sargentazgo de la Universidad del Amable Vigilante.
-Bueno, caramba, ¿no es curioso? -lo cortó el Vate-. El nombre de vigilantes, me refiero. Un poco paradójico, ¿verdad? Como las vírgenes de la Biblia, las que velan.
-No lo bifurco, don Orate. Permítame desechar las pavadeces que su torpe ironía ha intentado infligir a mi recta inocencia de hombre de la ley y hacerme cargo por fin, definitivamente, de la vela y el timón del barco de su atención.
No hubo manera, sin embargo. En ese instante apareció Finnegan junior trayendo una olla repleta de cosas ante cuya visión y aún olfacción la más viscosa y repugnante de las deidades de Howard Phillips Lovecraft no hubiera podido dejar de vomitar estruendosamente. García puso manos a la obra.
-Fue un caso muy extraño -siguió diciendo el Sargento siete horas más tarde, tras encargar un par de boldos; lo que es el tiempo, caramba, ¿no?-, si logramos sobreponernos a la evidencia (le estoy viendo la lengua, don Orate, próxima a desatarse) de que todo es extraño. El Obispo de Santa Eugenesia había sido brutalmente asesinado.
-¡Por Escritúredes, qué horror! -dijo el Maestro-. ¡Qué modo tan inefablemente periodístico de decirlo!
-Le habían machacado la cabeza con total contundencia. Recién, mientras comía, las horribles imágenes, no sé por qué extraño proceso inconsciente de asociación, volvieron a mi mente. Al lado del cadáver había un libro gordo.
-Las Santas Escrituras.
-El Matrimonio Cristiano, de Chabrol. Tapizado de imágenes picantes. Y, hablando de picantes, ¿alguien tiene un Gitanes?


8.

El Padre Brown había llegado, como llegaba siempre a todos lados, por pura casualidad.
-Oh -había dicho al toparse con el cadáver-. Un mendigo dormido.
-No, padre -había rectiticado el Inspector Cannon, a cargo de la investigación y de muchas otras cosas que mejor ni mencionar-: es Boruletti, el Obispo de Santa Eugenesia.
-Oh -había rectificado Brown-. Un Obispo dormido.
Tras largas horas de silencios altamente sospechosos y de arduas discusiones teológicas que de ningún modo venían al caso, había por fin comprendido el Padre Brown la cruda realidad de aquella escena.
-Por todos los Arcángeles -había dicho entonces-, menos por uno, al cual no vamos a nombrar. El día de su santo...
-Pero, ¿cómo? -indagó Cannon, veloz cual lagartija cumbanchera-. ¿Hoy es San Boruletti?
El Padre Brown lo miró en silencio durante tanto tiempo que Cannon empezó a enrojecer visiblemente.
-El color de la sangre -dijo entonces el cura-. La sangre que bebemos...
-Con perdón, padre Brown -dijo Cannon con asco-. Jamás he bebido sangre.
-La carne que comemos -continuó el cura, mientras Cannon se iba poniendo más y más pálido a cada instante-, la sangre que bebemos, ¿no ha logrado, entonces, librarnos de la marca de Caín?


9.

-Hablaba continuamente así, en idioma difícil -siguió García, meditabundo-, que ni Dios lo entendía. Yo lo escuchaba por respecto, pero le garantizo que no le bifurcaba ni el sendero. Miró al Obispo como si no lo hubiera visto nunca (y, ahora que lo pienso, tal vez no lo había visto nunca) sin dejar de murmurar. Después se volvió hacia mí y me dijo:
-Para mí dos cortados.
-Les prometo que nunca fui orgulloso, y la tarea más humilde -cuidar un jardín de orquídeas, ser mero guardaespaldas del Vocero Papal- jamás han encontrado servidor más dispuesto que este que los fatiga con su verba (anote ésa, Maestro, por si algún día le hace falta). Pero esto ya era demasiado. Yo acababa de egresar con la Licenciatura en Sargentazgo bajo el brazo, yo había rendido con no menos de un suficiente regular Autopsia Tres y Lavado de Cerebro. Que ese clérigo farináceo me confundiera con un mozo de bar, que encima suelen ser gallegos, no hablaba muy bien que digamos de sus famosas capacidades detectivescas, tan repetidamente fatigadas por el cine y aún por la televisión.
-Padre Brown -respondí-, ¿no han percatado aún sus famosos torpes y miopes ojos a los que nada escapa mi condición sine qua non de caballero de la ley?
El cura me miró por espacio de dos minutos, parpadeando como un degenerado, con perdón. Finalmente inspiró y dijo:
-Yo con facturas, por favor.
Resignado a lo inevitable, me dirigí al bar de la esquina, no sin antes hacer la venia.


10.

Cuando volví, el caso estaba ya resuelto.
-Aquí tiene al culpable -dijo Cannon, tomando al hombre de Dios, sin el más mínimo respeto, del babero, y sacudiéndolo sin compasión.
No sin asombro, no sin mis bifocales, observé al Padre Brown. Él me hizo un gesto de ésos que parecen querer decir "Qué le vamos a hacer" y tendió sus manitas ávidas hacia las medialunas y el café.
-Habrá usted observado -comenzó Cannon- el increíble azar por mor del cual este sujeto (este famoso sujeto, lo reconozco) se encuentra siempre, por pura casualidad, en el mismo escenario de los crímenes más diversos.
-Olfato para el crimen -murmuré.
-Exactamente -dijo Cannon, mirando mi plaquita-. El olfato de un buitre. ¿Acaso sabe usted de un solo caso en el que los servicios del pudding de Essex (o de Odex, o Sussex, o lo que sea) hayan sido solicitados expresamente? Tal vez haya habido alguno. Lo que es yo, mi señores, lo que siempre advertí fue lo siguiente: donde el Padre hace su aparición el crimen hace la suya de inmediato. ¿No es esto, y perdón por el eufemismo, terriblemente sospechoso?
-No menos sospechoso que la doctrina de Arrio -murmuró el Padre Brown con la boca repleta-. Pero, ¿sólo por eso es posible concluir que el pobre viejo estaba completamente equivocado?
-Cállese, mierda -dijo Cannon, tal vez un poco agnóstico-. No me interesa que un criminal escriba las notas al pie de página de mis brillantes deducciones. Luego: su amor por la paradoja, los juegos de palabras y las veladas alusiones. ¿No es todo esto, dígame usted, indicio más que probatorio de un temperamento netamente criminal, por no decir artístico o literario? ¿Se imagina al gran Sherlock Holmes, acaso, murmurando: Es un hombre tan bondadoso que no pudo dejar de asesinar a su gran amigo?
-No -respondí sinceramente-. Al menos no así, como usted lo dice, en el idioma de Cervantes.
Cannon me miró fijo, no muy aprobatoriamente que digamos. Tal vez, reflexioné, no acaba de aprobar el color de mi corbata. Después recordé, gracias a Dios, que nunca uso corbata.
-No, no -seguía Cannon-. Este hombre era capaz de engañar a todo el mundo salvo al gran Cannon-Hewlett Packard. Su increíble modestia, ¿sabe usted?, la misma extravagante cualidad de su torpeza y su desmaña mostraban bien a las claras que me encontraba frente a un criminal terriblemente astuto, inteligente y feroz.
Observé al Padre Brown, cuya sotana, completamente ornada de migas y de café, parecía una obra menor de Jackson Pollock; si las palabras de Cannon eran ciertas entonces nos encontrábamos, además, ante el más grande actor que el mundo ha dado desde que Larry, Moe y Curly se paseaban aún por (o se caían aún de) los tablados.


11.

-El indicio final -continuó Cannon- me lo proporcionó una simple pregunta, práctica, inevitable, de ésas que el Manual del Eficiente Inspector recomienda con ganas. ¿Se ha preguntado alguna vez, querido subordinado, cómo ha sido posible que aún en el ocaso de su vida, tan nimbado de inmerecida fama detectivesca en todo el mundo, siga ostentando este sujeto la condición de simple cura? ¿No hubiera sido perfectamente natural su ascensión a Arzobispo, a Nuncio Repositorio o aún a Sumo Pontífice?
-En el País de los Ciegos -murmuró el Padre Brown- el Sordo es Mudo, Paralítico y Ateo.
-¿Lo ve? -se ensañó Cannon-. El hombre es un resentido. No dejo de sospechar que la cúpula de su Iglesia, seguramente intuyendo la perversidad de este hombre, haya bloqueado deliberadamente su carrera eclesiástica. Pero (y aquí viene lo importante, así que despiértese del todo) él nunca se resignó.
-Con la luz de mi signo -murmuró el Padre Brown haciéndose la cruz (aunque un poco torcida)-, me persigno y resigno.
-¿Se da cuenta, García? -exclamó Cannon-. Trata de confundirnos con sus inmundas paradojas, supersiticiones o lo que sean. Así, fue creciendo en él un odio incontenible. La envidia carcomió su alma cual carcome el cigarro al impávido fumador. Un simple monaguillo, una monja descalza eran para él el terrible recordatorio de lo que el pobre hombre jamás llegaría a ser.
-Oh, Dios -dije palideciendo y comprendiendo en paralelo-. Él mató al Obispo por despecho.
-Ni yo mismo soy capaz de expresarlo mejor. Y ahora, traiga las esposas. O aunque sea una soga.


12.

 -Bueno, caramba, claro -dijo el Vate alzando la mirada de su tablero portátil de ajedrez-. Era lógico, ¿no?
Lo miramos, anonadados.
-¿Se refiere usted a la deducción de Cannon? -dijo García mordiéndose las uñas de los pies.
-Me refiero a la última jugada de Capablanca -dijo el Vate-. Capablanca-Alekhine, cuarta partida del match de Buenos Aires. Bloquear el flanco de dama más que un deber resultaba ya casi una obligación. Buenas noches, señores y Sargentos. Un cuento policial que torpemente se empeña en parecer un poema en alejandrinos me aguarda cabe mi humilde escritorio.
-¡Espere, espere! -exclamó García-. Aún no he terminado. Busqué las esposas por todos lados: brillaban por su ausencia. Busqué una soga, algún alambre: hallar tales cosas en una iglesia no es tarea para un Sargento recién egresado. Finalmente, y no sin gastar saliva, pude al fin conseguir, gracias a las gestiones del monaguillo Alfonso, dos banditas elásticas y un poco de cinthya (perdón, de cinta) scotch. Como un solo hombre volví hasta el atrio, no sin los adminículos, y entonces, para mi asombro...
El Maestro sonrió con sutileza (recordando, quizás, la última vez que había intentado denonadamente la sonrisa Colgate, perdiendo en el transcurso del proceso su nueva dentadura made in Java, regalo de María).
-Y entonces, para su asombro -dijo el Orate lentamente- lo único que encontró fue a un Inspector murmurando palabras de ésas que no se recomiendan a los niños.


13.

-¡Oh, Dios! -dijo el Sargento, súbitamente religioso-. ¿Cómo lo supo, Vate?
El Orate sonrió.
-¿Y cuándo ha visto usted -dijo ladinamente-, en la ficción o en la realidad, que es más extraña aún, que el archicriminal prosterne mansamente su cabeza ante la autoridad del obtuso hombre de la ley? Resultaba evidente al oír su insípido relato que, aprovechando el típico lucimiento verbal de Cannon, fatal en un imbécil como él, el digno Padre Brown, ni corto ni perezoso (note usted bien que el ocio es uno de los pecados capitales, nunca entendí por qué razón), pusiera pies en polvorosa o bien se tomara las del buen Villadiego.
-Vate -dije modestamente-. Creo advertir en sus palabras cierto matiz de admiración por el blasfemo.
-Bueno, caramba, claro -dijo el Viejo-. No olvide usted que yo crecí leyendo sus aventuras. Nunca dejé de sospechar lo que al tonto de Cannon le costó tanto esfuerzo deducir, pero eso no hizo sino aumentar mi aprobación.
-¿Quiere decir que aprueba usted el crimen?
-Bueno, caramba, vamos, yo lo diría de otro modo (si supiera, claro, cómo decirlo). Lo que yo apruebo es -bueno, caramba, vamos, ¿cómo expresarlo adecuadamente?- la reducción de personal jerárquico eclesiástico, que se empeña en sobrar. A ver, dígame usted, que nada se le escapa: ¿de qué se hacen los ñoquis?
Medité largamente.
-De papas -dije al fin.
-¿Lo ve? -culminó el Vate con sonrisa triunfal-. Quot erat demostrandum.
-Disculpe, Orate -intervino el Sargento, preocupado-. ¿Se le enredó la dentadura?


14.

-Quiero decir -dijo el Vate, fastidiado-, que es justamente lo que quería demostrar. Si los Papas son ñoquis, ¿qué queda entonces para un Obispo, diganmé?
-Díganme -corregí, no sin taparme la boca para que nadie me escuchara.
-Racionalización, señores, una tarea para cada hombre y cada hombre en su tarea. Nada de tiempos muertos -qué cosa el tiempo, ¿no?- ni de burócratas infames. ¿No estamos, acaso, en el mismísimo umbral del Primer Mundo?
García y yo nos miramos, menos desconcertados que totalmente agnósticos.
-Creo que no -dijo por fin García en un súbito ataque de valentía policial.
-Excepcionalmente, coincido con García -adicioné.
-Por eso digo -insistió el Vate, rápido como el Taita Amaya a la hora de no bañarse-. Si hubiéramos alcanzado por fin la meta ya no serían necesarias tamañas pavadeces. Pero bueno, lo único importante ahora es: ¿dónde está Brown?
-¿Se refiere al gran dios Brown? -inquirí, o'neilliano.
-¿Se refiere al gran James? -sobrepuso García.
-Me refiero, manga de proboscídeos o algo peor -dijo el Orate sutilmente-, al gastronómico ejemplar que ha ocupado nuestra atención por espacio de siglos durante esta larga tarde. Qué cosa rara el tiempo, ¿no?
-¡El pudding de Essex! -exclamé-. ¿Acaso él...
El Orate sonrió ladinamente.
-¿Quién más, querido amigo? -respondió, intentando con las muñecas un gesto pontificial que le salió para la muérdagos-. Pero esta vez no escapará.
Tomó un cuchillo usado que había quedado sobre la mesa, y pinchando con no mala puntería el mismo centro de la barriga del Sargento, empezó a decir:
-Padre Brown, alias pudding de Essex, alias Sargento García: queda usted detenido por el asesinato de treinta y tres dignatarios de diferentes cultos, iglesias y herejías. Cualquier cosa que diga, aún la más amable, será usada en su contra. Tiene derecho a hacer una llamada; le recomiendo algún cero ochocientos, que son completamente gratis. Tiene derecho también a guardar silencio, pero no se lo recomiendo: nadie resulta al final tan sospechoso como el que no es capaz de decir ni "buenos días". Puede, además, buscarse un abogado, pero la ley no se hace responsable por los perjuicios que pueda usted sufrir. ¿Sabe en qué se parecen un abogado y el número 111? En que los dos empiezan con uno, siguen con uno y terminan con uno. Llame un refuerzo, Xulcito, que me palpito que se raja. Por si no lo recuerda...


15.

-Pero... ¡eso fue asombroso! -dije cuando por fin el Padre Brown estuvo a buen recaudo-. ¿Cómo lo adivinó?
-¿Adivinar? ¿Adivinar? -el rostro del Orate se ensombreció cual el del chancho mirando al salamín-. ¡Dupin adivinaba, amigo mío! ¡El mismo Sherlock Holmes adivinaba, y ni qué decir del Padre Brown! Pero, ¿yo, adivinar?
-Rectifico, Rapsoda -murmuré-. ¿Cómo lo pudo deducir?
-Bueno, caramba, vamos, así me gusta más. Sencillo a más no poder, como las buenas cosas de la vida: la familia, un paquete de Criollitas. ¿En dónde ha visto usted un Testigo de Jehová que pueda permanecer un minuto entero sin empezar a explicarle a usted como fue que hizo Dios el mundo, y cuán próximo está a desaparecer con usted incluido?
-No tengo nada que objetar. El Sargento García era, evidentemente, el Padre Brown. Pero hay algo que me se escapa. ¿Cuál pudo ser la asombrosa cadena deductiva que lo llevó a usted a concluir que el asesino de todos esos pobres dignatarios era el pudding de Essex?
El Vate me miró, no sin mirarme, con evidente gesto de extrañeza.
-¿El pudding de Essex, dice usted? ¿El Padre Brown, el asesino? No me haga reír, amigo mío, que tengo el labio inferior izquierdo totalmente paspado. El Padre Brown no mataría, óigame bien, ni el esbozo de una mosca cometido por Dalí.
-Pero entonces, entonces...
-No balbucee, Xul, que le hace mal a la tiroides. No imponga su juzgamiento sobre mí; después de todo, a alguien había que culpar, y ese curita era como Dios: siempre estaba en todas partes.
-Pero entonces, usted...
-Y sí, modestamente. ¿No he dicho ya que estoy con el recorte? Si Dios hay uno solo, como dicen, ¿para qué tanto intermediario (que siempre, fíjese usted, son los que ganan)?
Lo miré con horror.
-Pero... -exclamé-. ¡Nada menos que treinta y tres!
El Vate meneó la testa.
-Negativo -alegó-. Ahora son treinta y cuatro. ¿Olvida usted al pobre Padre Brown?


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