jueves, 2 de junio de 2011

UNA HISTORIA DEL NIÑO GEORGIE


1. Diversiones de intelectual

Mi historia, lo admito, es tal vez de orden erótico. No será fatigado mi lector, tal vez inexistente, con prolijas descripciones fisiológicas, como las que puede encontrar sin dificultad en Sade o Corín Tellado. Tampoco será abrumado -y es promesa- por eluardísticas o prevérticas perversiones en las cuales el sexo de la mujer amada bruscamente deviene en líquenes, en torrentes, en mieles, en trigales, en lúpulo, en alcanfor, en girasoles, en cheques al portador y en sólo Góngora o Rabelais saben tal vez qué más. El amor físico no será aquí, tampoco -hablando en criollo-, tomado a la chacota, como ocurre, verbigracia, en Las Mil y Una Noches o en el Decamerón.
¿Qué queda, entonces?, dirá el lector, asaz perplejo (y tal vez inexistente).
Queda, dirá el autor, hemiperplejo (y tal vez también inexistente) la simple historia que paso a relatar.
¿Por qué entonces los prolegómenos, los preámbulos, los preludios, los prólogos, los prefacios? ¿Por qué no contar de una vez por todas, en buen criollo, lo que pasó y lo que no pasó, y cómo fue que pasó y que no pasó?
Misterio. La mente humana -bien lo sabe el lector- es un misterio. La creación literaria -bien lo sabe el autor, quizá el lector-, otro misterio. Misterio y más misterio. ¿Cómo narrar, entonces, con toda tranquilidad?
¿Cómo empezar diciendo, por ejemplo: Celina se sonrojaba por la mañana?
Por ejemplo:
Celina se sonrojaba por la mañana, cuando yo le decía cosas que en cierto modo la deleitaban y en cierto –otro- modo la fastidiaban (o quizás parecían fastidiarle). Por la tarde, cuando las cosas, o, más bien, las palabras que designaban a esas cosas, subían de tono (recuerdo aún un fabuloso sol sostenido séptima mayor), Celina me apropicuaba un cachetazo y bruscamente me hurtaba su anatomía.
Mas no sin antes –¡ah, dioses, no sin antes!- haberme yo embebido, achispado, humedecido, con la ya mencionada anatomía.
Mi fantasía -el buen lector lo sabe, si es que existe- ostenta exiguos límites, y aun los que el decoro suele imponer cedían a veces ante la fuerza de mi... ¿qué?
Sólo sé que en mi cuarto, en mi ascético cuarto de erudito feroz, yo encerraba mi cuerpo, encendido por Celina, y pugnaba por extinguir el fuego que en mis entrañas bullía y se agigantaba como un buitre.
¡Oh, dioses, oh, palabras! ¿Cómo seguir con esto? ¿Cómo desahogar mi alma emocionada sin derrumbarme en la estima del lector, sin verme ante sus ojos como el mugriento cerdo que realmente soy?
¿Quién ha hablado de cerdos? No yo, con seguridad. Eso ha sido, probablemente, una errata del editor.
-¡Georgie! -exclamaba Adolpho ingresando bruscamente, sin golpear ni la puerta, como exhibiendo al orbe su pésima educación-. ¿Qué es lo que estás haciendo, amigo mío?
-Un “Qué es lo” está sobrando -le replicaba yo-. Simplemente diciendo “¿Qué estás haciendo?” tu fútil interrogante hubiera cobrado forma casi comprensible.
-Ufa, bueno... -insistía Adolpho-. Lo que pasa es que me la paso hablando con Ernestito y me se pega su labia, me se pega. ¿Qué diablos estás haciendo?
¿Qué decir, qué ocultar? ¿Cómo negar, o al menos amortiguar, en el dominio de la abstracta verbalidad lo que mis manos -y especialmente ésta, la diestra, la que escribe- y otra u otras partes de mi mediocre anatomía prolijamente hacían o hilvanaban? Adolphito reía.
-Je, je... no te conocía esas costumbres o rutinas. Vos mucha Encyclopaedia, mucho Tlön, y mirate ahora... parecés Ernestito, mismamente.
-El amor es un bicho amargo -acotaba yo, intentando distraerlo, pero en vano.



2. Rompiendo el hielo

Muchos años después, frente al Director General de Aves de Corral, quien negligente o aviesamente pretendía nombrarme Inspector General de Ídems (jamás en mi vida he visto una gallina, y de un pavo ni hablar, con la excepción de ese anciano descascarado de fiero nombre, Bustos Domecq), Georgie, o sea yo, recordaría el día en que mi padre, o sea Georgie senior, me llevó a ver el hielo.
Recuerdo, fue en Balvanera... No, demonios, esto no tuvo ni la más mínima relación con Balvanera. Lo que ocurre es que a un provecto vate ciego a menudo se le olvida encargarle a Fanny que le consiga su indispensable ración de Memorex, y en estos casos la palabra precisa, la sonrisa perfecta... perdón, quise decir la referencia exacta, la cita irrebatible... todo eso, amable lector, se va al carancho.
En realidad no recuerdo dónde fue: tan sólo que ahí estábamos George senior, Georgie junior, un frío de julepe y –obvio- el hielo.
-Y éste es el hielo -me dijo George senior.
-Lo reputaba más traslúcido –observé.
-Lo único traslúcido en este mundo -dijo padre, que siempre tenía respuesta para todo -es el negligé rosado con puntillas de Sally Samantha Sue.
-¿Parienta de Eugene Sue? -investigué, afectando una ingenuidad que no tenía.
-Tal vez -respondió padre con cautela-. Pero al lado de los misterios de Sally Samantha Sue y de sus amigas, Los Misterios de París son un poroto.
-Entonces, padre –apostillé, resuelto-, en vez de estar aquí como dos gaznápiros, contemplando un hielo que ni siquiera es transparente, ¿por qué diablos no vamos a lo de Sally Sue?



3. En casa de Sally Sue

El negligé o batín de Sally Samantha Sue era, en efecto, traslúcido hasta el vértigo. Ni soñar en compararlo con el hielo. Yo elegí, sin embargo, ojear o escudriñar más bien a Vanessa Lou, a Sara K. y a otras tantas féminas que ostentaban, como mucho, unas braguitas.
-...Y éste es mi hijo Georgie -dijo padre, entre orgulloso y avergonzado, mostrándome al hembrerío.
-¡Hola, hola, niño Georgie! -gritaron todas a coro-. ¡Feliz debut!
Me rasqué el borde de la pelada (ya a los catorce años mi capilaridad era dudosa) y dije, un poco perplejo:
-¿Debut? Pero, ¿qué debut? Que yo recuerde, Cuaderno San Martín todavía no ha sido postulado ni a la más mínima edición. En cuanto a la aún torpe Historia Universal de la Infamia...
Mientras esto decía busqué con la mirada a mi papá, pero éste había súbitamente desvanecídose en el aire, junto -lo sospeché- con tres o cuatro de las damas que nos rodeaban. Sólo quedaba una, mirándome con la boca abierta: Sara Key.
-Hola -dijo-. Mi nombre, aunque no parezca, es Sara Key. ¿Así que sos escritor?
Me puse colorado hasta las amígdalas.
-Si así puede decirse... Yo me jacto, más bien, de ser un buen lector. Ni Azorín ni Las memorias de una princesa rusa, ni La chacra ni la última novedad de Corín Tellado escapan a mi voracidad. El resto (escribir, quiero decir) viene solo, después. Es como vomitar.
-Qué chancho -dijo Sara.
-Perdón por el eufemismo. Lo que quise decir, en realidad, es que es como defecar.
Sara Kay se había puesto blanca (se ve que mis facultades intelectuales la anonadaban). A muy corta distancia se oían alaridos, y no de muerte.
-Bueno -dijo la niña-, ya que porfiás en hablar de funciones fisiológicas... ¿por qué no vamos un ratito a...?
El resto me lo dijo en el oído, con una voz suave y susurrante que me envolvió como lava del Etna, dejándome completamente petrificado.
-Está bien -respondí-. Pero, ¿en qué consistiría?
En silencio, como dicen que hablan los sabios, Sara Kay me tomó de la mano (la temblorosa mano) y me indujo a una de las habitaciones.
La cama estaba deshecha con suma prolijidad. Ningún libro alegraba aquel aposento. Apenas una jofaina, un espejo mosqueado y unos cuadritos poco edificantes. Pero no hubo mucho tiempo de observar: Sara ya se abalanzaba sobre mí.
 


4. Joie de vivre

Mis enemigos literarios, mis varios acreedores y mis amantes abandonadas (que, sumados, no son escasos, lo reconozco) han divulgado la especie vergonzante de que el ocioso acto de la procreación no ha sido hecho para mí, o yo para él. Jamás mentira mayor ha poblado este universo, ni cualquier otro en el probable multiverso.
Bien puede atestiguarlo Sara Kay (bueno, ella no, en verdad, porque ya ha muerto), que fue quien me inició en estas duras lides. Aquella jovencita supo bien que debajo de este ropaje de intelectual se escondía un hombre de fuste (un poco agazapado, lo reconozco).
Lo que sucede -y he aquí, tal vez, el origen de tanta confusión o no confusión- es que, inmediatamente cumplimentada la obligación, mi inquisitiva y natural curiosidad, como bien manda Séneca, me indujo a comparar el grado de placer obtenido de ella con el grado de dolor hemi-correspondiente. Asómbrese el lector: ¡En esta relación costo-beneficio otros miles de actividades, por no decir millones, empezando por la lectura de la Encyclopaedia y terminando, tal vez, en barrer el porche, salían ganando por diez cabezas a la pretendida Octava Maravilla del Universo!
Piense el orbe lo que le dé la gana: que Sara Key no fue, probablemente, la mejor de las pedagogas; que mi mente estaba ocupada redactando in aerum lo que luego sería un esbozo de El Aleph; que las palabras de la muchacha al levantarnos no fueron las más hermosas que he escuchado (pero esto es un secreto que ella y yo nos llevamos al más allá); que, imprudentemente, yo había olvidado orinar aquella mañana, y que la inextricable potenciación de dos necesidades fisiológicas fue más que suficiente para mi cuerpo; piense el orbe lo que le dé la gana.
La cuestión es que desde entonces yo no dejo de escribir. Para goce (o, tal vez, penuria) de ese lector, tal vez inexistente.

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