viernes, 17 de junio de 2011

ENCONTRADO EN UNA CASA


Me he comprado un veladorcito con el que por lo menos tengo más luz que con la araña -tres lámparas al divino botón, nomás, porque los rebordes de yeso que las cubren casi hasta la mitad dejan el living ape­nas iluminado, aunque llegué a usar bombitas de 75 vatios. Pero en esta bendita casa todo es así, precario, siempre próximo a derrumbarse, o por lo menos de esa manera lo ve mi maníaca sensibilidad de (casi) es­critor. Las mesas, por ejemplo. Hay tres, y de las tres ni una sola que no se balancee insidiosamente a cada golpe de tecla. La menos inquieta es la de mimbre, y sólo por eso, por tener las patas un poco menos torcidas que las otras dos, la he designado mi escritorio provisional; pero el alto listón de madera que la cir­cunda mantiene a mi máquina de escribir en permanente estado de desequilibrio, y el tejido de mimbre cruje peligrosamente con cada movimiento de mis co­dos. No me importa tanto que la persiana del dormi­torio se quede trabada cada dos por tres, que la puer­ta que da a la cocina deba mantenerse permanente­mente cerrada a causa de las cucarachas, que el inodo­ro empiece a gotear cada noche su obstinada canción de anticuna, al más clásico estilo de tortura china. Con resignada tenacidad he ido solucionando o dejan­do de solucionar cada pequeño problema; la obstina­da gotita ha tenido que ceder ante la intrusión de un torpe pero efectivo alambre incrustado por mí en ple­no mecanismo sanitario inmediatamente después de tirar la cadena, lo que unido al detalle de las persianas siempre bajas (he terminado por convencerme de que la luz artificial encendida a toda hora crea el clima ideal para la labor del escritor) me proporciona ahora todas las noches un profundo y reparador descanso, con la ayuda de alguna que otra pastillita -recetada por el médico, por supuesto. Con respecto a la cocina, he llegado a considerar su casi inaccesibilidad más bien como una ventaja que como un inconveniente, pues si hay algo en la vida que no me gusta es cocinar. Almuerzo y ceno afuera todos los días, y aunque de este modo mis recursos monetarios comienzan a es­casear alarmantemente al promediar cada mes, me consuelo pensando que aquellos que alcanzaron la gloria literaria han debido pasar por las mismas priva­ciones y sacrificios que yo antes de tener su pequeña mansión en el campo donde pasarse todo el día escribiendo sentados ante un enorme ventanal con vista al bosque.
No, no son todos esos pequeños inconvenientes los que pueden tirar abajo mi determinación de empezar a escribir en serio. Ni la falta de agua caliente, ni el olor a insecticida (supongo que es insecticida) que ha quedado flotando por toda la casa, ni la maldita vieja que todos los sábados y domingos me despierta a las ocho con sus gritos de ¡Bijou, Bijou! (Bijou es el gata­zo que fue de Marita Lernoud, y la vieja le da de co­mer todos los días como le dio de comer a Marita en sus últimos tiempos).
A veces me deprime bastante el asunto de la luz y de las mesas. Un compañero de oficina me ha aconse­jado comprar tubos de luz fluorescente, que según él gastan poco y dan una iluminación muy buena; pero tengo tantas deudas que para cuando pueda comprar­los ya voy a tener la espalda rota de tanto estar aga­chado sobre esta bendita mesa movediza, tratando de encontrar la forma de que este bendito velador cum­pla con sus funciones de una manera más o menos de­corosa. Calculo que en los cuatro días que hace desde que lo compré ya debo haber probado todas sus ubi­caciones posibles: sobre mi mesa-escritorio (fracaso casi catastrófico), sobre la mesita ovoide, sobre la mesita rectangular; más cerca, más lejos, con el foco más hacia arriba, con el foco más hacia abajo, con el foco hacia un costado. Y no hay caso, che. Hay mo­mentos en que me sorprendo medio tirado sobre la si­lla, llevando el ritmo de la máquina de escribir con acompasados movimientos de mi mesa espiritista, es­forzándome por descifrar lo que he escrito más arriba, ciertos incomprensibles jeroglíficos distribuidos en conos irregulares de luz y de sombra. Pero supongo que uno termina por acostumbrarse a todo.
No es cierto, hay una cosa a la que nunca voy a po­der acostumbrarme. Las cucarachas.
Uno levanta la vista de pronto sin ninguna razón y allí está, como pintada contra la pared, marrón y enorme y casi negra y más real que cualquier otra co­sa en la habitación. No es como con las moscas, las langostas, las polillas, con cualquiera de esos bichos uno levanta el pie o el matamoscas, lo baja en un segundo y ya está, aquí no ha pasado nada. No hay na­da de amenazador en una langosta, su presencia en una habitación es tan poco importante como la de esos montoncitos de polvo que llenan todos los rinco­nes y que nunca se sabe de dónde salen. Pero la cuca­racha aparece ahí de pronto, como por arte de magia, y uno siente con un estremecimiento interior su in­movilidad astuta y vigilante, esa monstruosa inteligen­cia que parece brillar en la agitación de las largas ante­nas, esa sensación de poderío que emana del capara­zón, duro y compacto como una coraza. Pero sobre todo su presencia, su realidad. Como si otra persona, un ser monstruoso y repugnante invadiera de pronto la familiar disposición de los muebles, el orden de mis libros y de mis ropas, este mundo tranquilo donde to­do lo que pasa de extraño, de fantástico, pasa sola­mente allí, en esas hojas llenas de tachaduras que to­das las noches se van apilando de a tres o de a cuatro en los sobres de papel manila que traigo de la oficina. Pero uno no es un ratón, al fin y al cabo, y hacien­do acopio de sangre fría saca del ropero la zapatilla que ya tiene reservada para estos casos (la mayoría de las veces la cucaracha no se moverá ni un centímetro, hipótesis corroborada por abundante número de ob­servaciones), y apuntando con calma a la cabeza del bicho lo baja certeramente de un zapatillazo, dejando la pared hecha un asco y la cucaracha tirada de espal­das sobre el piso, agitando desesperadamente sus pa­tas en el aire. Nuevo zapatillazo en la cabeza, apresurado deshacerse del cadáver, y el asunto está finiqui­tado. Ojalá.
Por algo dicen que ellas ya andaban rondando por aquí millones de años antes de que el mono perdiera su inocencia original para dar paso al hombre. Y uno, que ingenuamente cree haber demostrado en forma irrefutable quién es el dueño de casa, abre la puerta después de haber deglutido su cena (dos porciones de pizza y una gaseosa en el restorán de la esquina), y no tiene que mirar dos veces seguidas cierto punto de la pared del living para darse cuenta de que. Eso es lo peor de todo, la silenciosa persistencia con que apare­cen una y otra vez, surgiendo de la nada, como bro­tando de las paredes, repitiendo día a día, sin cesar, este infierno de asco y de repugnancia que no se inte­rrumpe ni siquiera cuando salgo de casa, porque du­rante todo el tiempo que dure mi ausencia estaré pen­sando en el regreso, tratando de imaginar argumentos para mis relatos, soñando con el momento en que por fin esté libre para sentarme ante mi desvencijada mesa-escritorio y dar comienzo a mi diaria, dolorosa e inevitable lucha contra las palabras en la soledad de mi casa. Soledad con cucarachas.
Y pensar que Marita Lernoud vivió rodeada por ellas durante los últimos meses de su vida. Por lo me­nos eso es lo que me contó la tía Elba, y yo le creo; si la primera vez que vine a esta casa, antes de que se llevaran todos los trastos y la fregaran de arriba a aba­jo, el único lugar por donde se podía andar sin problemas era el living, y eso porque lo habían limpiado pa­ra el velorio. A las dos puertas (la que da al patio y la cocina y la que comunica con el dormitorio y el ba­ño) había que mantenerlas constantemente cerradas, porque todo el resto de la casa era territorio de la mu­gre y las cucarachas, y al menor descuido las muy mal­ditas se metían de a batallones en el living, tirando abajo en unos pocos segundos la paciente labor de limpieza de la tía Elba y de María, que les había lleva­do una mañana entera. Adela y yo nos instalamos en el living con dos colchones y una pila de ropa que habíamos traído amontonada en bolsos y bolsas de va­riada especie, y pasamos dos o tres días muy diverti­dos discutiendo de la tarde a la noche (a la mañana yo trabajo), esperando que fuera la hora de ir a cenar pa­ra usar el baño del restorán, y devanándonos los sesos pensando de dónde sacar dinero para poder alquilar una casita, un departamentito o aunque más no fue­ra una piecita con baño privado o sin él.
Hasta que una tarde las cucarachas solucionaron to­dos nuestros problemas metiéndose en el living por una puerta que alguien había dejado abierta; esto originó una nueva discusión que tuvo que suspenderse abruptamente cuando los bichitos empezaron a subirse a las sillas y a correr entre los bolsos y la ropa, y hubo que alzar los petates sacudiendo cucarachas y puteadas a diestra y siniestra, y marcharse con un apresuramiento que aún hoy se me antoja demasiado poco elegante para alguien como yo.
Por suerte mi hermano se había ido a pasar unos días a lo de mis viejos, en Río Segundo, y pudimos re­calar momentáneamente en su casa; Adela y yo pasamos unos pocos días más discutiendo, hasta que él volvió, y entonces decidimos por enésima vez que te­níamos que separarnos inmediatamente porque era claro que así no podíamos seguir.
Esta vez, sin embargo, las circunstancias nos ayuda­ron a no echarnos atrás como en todas las ocasiones anteriores, y mientras Adela se alquilaba una piecita con dinero que le prestó el viejo yo me quedé con mi hermano unos días más, hasta que esta casa estuvo fregada y pintada y yo cobré mi sueldo y pude pagar­le el alquiler al tío Pepe, que está encargado de la cus­todia de la casa hasta que se haga el juicio sucesorio.
Y aquí estoy, con mi desvencijada masita de mim­bre, con mi firme determinación de empezar a escribir en serio de una vez por todas, con mi soledad bastan­te dura por momentos pero al menos tranquila (ahora por lo menos ya no tiro las sillas contra la pared, ya no me quedo ronco de tanto gritar, ya no les pego puñe­tazos a los espejos para no pegarle a Adela). Todas las tardes llego de la oficina a eso de las tres (ya he almorzado en el centro), duermo una siestita de una o dos horas para estar un poco más lúcido y después me siento a escribir hasta que llega la hora de ir a cenar. Cada tanto dejo de trabajar para relajarme un poco; toco un rato la guitarra, doy una vuelta a la manzana o juego una partida de ajedrez contra mi otro yo. No hay ruidos que me molesten, horarios fi­jos para comer ni charlas de sobremesa que se prolon­guen indefinidamente. Mis ropas y mis libros están perfectamente ordenados, dispongo de todo mi tiem­po libre para escribir, y por si todo esto fuera poco tengo una amante.
Se llama Adela, es mucho más feliz viviendo lejos de un chiflado como yo, y como a pesar de todo nos queremos mucho dos o tres días a la semana viene a visitarme y se queda a pasar la noche conmigo.
¿Qué más puedo pedir? Siempre soñé con una vida así. Pero sin cucarachas. Cuando creí que por fin iba a estar libre y cómodo para hacer lo que me gusta, cuando me decidí a no dejarme vencer por los peque­ños obstáculos, a terminar de una vez por todas con los sueños y empezar a vivir la realidad (la realidad de mis sueños), aparecen las cucarachas y de un momen­to para el otro el asco y el caos se introducen en mi mundo limpio y ordenadito, listo para albergar mi diario inclinarme sobre la máquina de escribir.
Pero a veces me pregunto si las cucarachas son reales. Su misma extremada realidad, su presencia ca­si increíble, terriblemente más viva que la de cual­quier otra cosa en la habitación, me lleva a pensar a menudo si no serán una especie de símbolos, como proyecciones vivientes de todo lo que hay en mí de repugnante y de bestial.
Sí, ya sé que esto parece el argumento de un cuen­to fantástico, los desvaríos de un neurótico o cual­quier otra cosa por el estilo, pero hay sensaciones que llegan a calar tan hondo en uno, correspondencias que parecen absurdas y hasta ridículas pero de cuya exis­tencia llega uno a convencerse inconscientemente con tanta fuerza más allá de todo intento de explicación o de comprensión racional, que llegado el momento en que la cucaracha yace muerta por la furia de mi zapatillazo puedo decirme tranquilamente: “Cucaracha: insecto ortóptero, nocturno y corredor, que se escon­de en los sitios húmedos y oscuros”, paf, un patadón con destino a su anónima tumba en el jardín y a otra cosa; pero cuántas veces me ha pasado asomarme a la persiana, apenas corrida, para ver pasar a la chica de los tacones que parecen un clarín de alerta, una vez terminado el espectáculo iniciarse los reproches de mi yo bueno, voluntarioso, ascético y escritor a mi yo abúlico, lujurioso y nunca desterrado por completo, volverme hacia la mesita-escritorio con un vago pro­pósito de enmienda, y toparme de pronto con algo que está ahí, en la pared, un ser inmóvil y repugnante que parece todo lo que hay en mí de malo y de bes­tial concentrado en esa aparición monstruosa.
Supongo que emplear las palabras malo y bestial como casi sinónimos es ser injusto tanto con las po­bres bestias, que jamás han ido a la iglesia, como conmigo mismo, que tengo tanto de malo y de bestial co­mo cualquiera de los miles de millones de bípedos implumes que andan sueltos por estos mundos de Dios. Lo que pasa es que desde que empecé a instalarme en la vida yo tuve, como Demián, un mundo bueno, pu­ro y cálido y un mundo malo, feo y triste. El mundo bueno, puro y cálido era el mundo de mis libros y de mis sueños. Ahí sí que yo era feliz: acompañando a Bougainville en sus viajes alrededor del mundo, descubriendo con Robinson Crusoe las estremecedoras hue­llas de los antropófagos, resolviendo el misterio de la carta robada junto al caballero Auguste Dupin; siendo explorador, músico, ajedrecista, espeleólogo, escritor. Sobre todo escritor.
Y el mundo malo, feo y triste era todo lo demás: los chicos que se reían de mí porque yo era el ante­ojudo de la clase, la gente que me trataba como a un imbécil porque no podía hablar sin tartamudear, mi mamá que ya nunca más iba a estar conmigo; el alegre bullicio de las conversaciones y de las risas, las mujeres que pasaban con su andar hipnótico, provoca­tivas y burlonas, los hombres hermosos en sus hermo­sos autos con sus hermosas mujeres de una noche, el calor de la amistad, el amor, el amor que solamente existía en mis sueños más descabellados, donde yo era tan hermoso como para merecer que se me amara, las calles, las luces, la vida: lejos o cerca, siempre hirien­te, siempre deseada y rechazándome, un mundo para el que yo no había nacido.
Me sumergí en mis libros, en mi ajedrez, en mis sueños. Viví día tras día en mi mundo de fantasía, tratando de que la vida real no me tocara, prefiriendo a las burlas o a la conmiseración de los demás sufrir en soledad; serenamente melancólico a veces, acompa­ñado por aquellos grandes solitarios que siempre apa­recían en mis sueños: Poe, Lovecraft, Artaud.
Pero si yo no era de este mundo, tampoco pertene­cía al otro. No sé si mi imaginación era demasiado corta o mis ansias de vida demasiado largas, yo no po­día vivir en mi propia Casa de Usher, las Eleonoras de mis ensoñaciones no colmaban mis ansias de mujer, los gatos negros se cruzaban a cada momento en mi camino y ni mala suerte me traían.
Quise ser de este mundo. Vestí a la mona de seda y le puse lentes de contacto, empecé a fumar y a ir a la confitería todos los fines de semana, hablé y hablé tratando de que me resbalaran las burlas, las miradas de compasión, el desprecio pintado en la cara de esa minita que me dijo esperame acá, que voy al baño, y ahí me quedé parado en medio de la pista hasta que temí alguna trastada y mientras salía la vi tranquila­mente sentada en un sillón, mirándome con cara de y a vos qué te pasa, che infeliz. La cosa se daba por eta­pas, había momentos en que una charla con un amigo o la sonrisa de una chica bastaban para hacerme feliz días enteros, y a veces hasta llegué a creer que si bien no del todo, si bien no con la brillantez de mis más descabelladas aspiraciones de algún modo yo pertene­cía ya a este mundo, yo era alguien delante de los demás. Y al final siempre el pozo, por supuesto, el final era siempre darme cuenta sin vuelta de hoja de que yo estaba decididamente mal hecho, de que ya antes de nacer alguien me había negado el derecho de participar en la sociedad de los hombres, de que esa chica siem­pre terminaría dejándome, más tarde o más tempra­no, y yo tendría que dedicarme a ahogar mis penas -no tan tranquilas, no tan románticas ya- entre blas­femias y lágrimas y constantes pensamientos de suici­dio, hasta que todo el ciclo diera comienzo nueva­mente.
Pero uno termina por acostumbrarse a todo, como decía el muerto. Las crisis fueron pasando para no volver a presentarse sino de vez en cuando, y de algún modo mi instinto de supervivencia se las arregló para irse creando mecanismos de defensa que me impidie­ran terminar mis días dándome una ducha de sangre en la bañera.
Y así fue como mis románticos sueños de simbolis­ta desesperado se fueron transformando poco a poco en los prácticos sueños del hombre-que-sabe-lo-que-quiere. ¿Yo quería escribir? Bien, escribiría. Pero no escribiría para escaparme del mundo, sino para meter­me en él. Tal vez no se encontrarían mis baudelerianos poemas próximos a consumirse en una hoguera inmediatamente después de mi sangriento suicidio; pero tan agradable como ésta (aunque quizás un poco -sólo un poco- menos romántica) era la idea de con­vertirme en un escritor de fama, para lo cual tendría que dejar de llorar mis poemas y dedicarme a escribir cuentos, que me salen bastante pasables y se venden mucho mejor que la poesía. ¿Quería jugar al ajedrez? Bien, jugaría. Pero en lugar de pasarme las noches en­teras jugando contra mi otro yo e imaginándome que me enfrentaba a Capablanca o a Bronstein me com­praría libros, estudiaría incansablemente y me dedica­ría a participar en cuanto torneo se pusiera al alcance de mi mano, para de ese modo poder hacer realidad algún día mi sueño de enfrentarme de igual a igual con los Grandes Maestros Internacionales. ¿Mi tartamudez hacía de mi vida un infierno? Pues bien, la vencería. Sabía que en España había institutos específicamente dedicados a la curación de este defecto, de donde el más trabado de los mortales salía hablan­do pasablemente al cabo de un mes de hacer ejercicios de respiración, vocalización y sugestión. Lo exiguo de mis disponibilidades económicas no me permitía ni pensar en hacer el viaje en ese momento, pero ya ha­bría tiempo para eso. Si el sueldo que me pagaban en la oficina apenas me alcanzaba para llegar a fin de mes, yo estaba convencido de que el ajedrez o la lite­ratura me permitirían, a su debido tiempo, cruzar el Atlántico y recalar en la tierra de Cervantes y de Corín Tellado.
Pero el movimiento se demuestra andando, y lo di­fícil era andar. Lo difícil era pasarme toda la tarde en­cerrado en la casa, dándole y dándole a la máquina de escribir, después de haberme pasado toda la mañana encerrado en la oficina, dándole y dándole a la máqui­na de escribir. Lo difícil era mantenerme voluntaria­mente amarrado a mi silla de galeote cuando de pron­to se oía en medio del silencio el resonar de unos de­cididos tacones de mujer, y yo sabía que allá afuera algo hermoso estaba pasando, cualquier cosa sería se­guramente más hermosa que esta torpe y fatigosa lu­cha contra las ideas que nunca llegaban, contra las pa­labras que llegaban en tropel y nunca decían lo que querían decir, contra mi espalda dolorida y los ojos que me ardían y la mesita de mimbre obstinándose en lograr el movimiento perpetuo y el sonido clarísimo, penetrante y tentador de esos tacones que anunciaban que allá afuera, en el mundo, algo hermoso estaba pa­sando.
Lo difícil era negarme a Octaedro de Cortázar o a Ven y enloquece de Fredric Brown (la enorme montaña que era mi biblioteca había quedado arrumbada en un ropero, en la casa donde ahora vivía mi hermano; y los cinco o seis libros que había traído conmigo eran el único lujo que mi ascético y decidido a todo yo me había permitido, y eso solamente para los momentos de descanso obligado: la hora de la ce­na en el restorán de la esquina, las inevitables incur­siones en el baño, esa hora de la noche en que decidi­damente ya no se podía más -y a esa hora ya ni ganas de leer me quedaban-, lo difícil era negarme a esa arraigada costumbre de leer en los lugares más insóli­tos y en los momentos más inesperados -pero sobre todo cuando debía estudiar o trabajar, ese vago sentimiento de culpa que agregaba al placentero acto de la lectura un nuevo motivo de felicidad.
Lo difícil era no salirme del camino rígidamente trazado, no mirar, no desear, no soñar, no desviarme ni un milímetro de esa imagen que durante años algo había forjado en mí, esa mezcla de Balzac con San Agustín más una pizca de Bruce Lee que, dejando de lado todo lo ridícula que fuera para cualquiera -y aun, sobre todo, para mí mismo- yo sabía que era la única imagen provisoria que podría ayudarme a lograr mi verdadera imagen, el verdadero ser que yo quería para mí. Mirar a una chica que pasaba no tenía nada de malo, pero me conocía demasiado bien para saber que una vez empezada la historia ésta ya no iba a terminar más, y que a cada ruido de tacones que se oye­ra a lo lejos mis piernas se moverían solas, casi contra mi voluntad, y me llevarían hasta esa atalaya de la vi­da que era mi persiana; y el cuento que convencería a los editores ahí, esperándome. Mandar todo al diablo en uno de esos momentos en que la hoja en blanco se resistía a mis empeñosos avances, obstinada en perma­necer virgen, la muy desgraciada, y zambullirme en ese mundo único y secreto del ajedrez no podía ser considerado un pecado mortal; pero era tan fácil pa­sarse las horas jugando contra mi otro yo, inmerso en ese universo donde todo podía ser manejado a mi an­tojo y donde la belleza refulgía a cada instante como refulge en ciertos poemas o en ciertas pinturas, era tan inevitable que el tiempo pasara sin pasar, insensi­blemente, y que el despertar fuera tan terrible como hermoso había sido el sueño: la hoja en blanco seguía ahí, esperándome, y nada había cambiado en mí. Falsos interregnos, treguas que siempre resultaban ser más dolorosas que una guerra, evasiones que siempre terminaban haciéndome estrellar de cabeza contra la tierra dura y solitaria de mis carencias, de mi existen­cia mínima, de mi poco y desdichado ser: las conocía demasiado, demasiado bien, habían sido mi vida du­rante demasiado tiempo como para que no las cono­ciera mucho mejor que a ninguna otra cosa, y por eso mismo no quería volver a vivirlas. Habían sido mi va­cuna contra la amargura, sí, pero de tanto inocularme ahora yo estaba más infectado que nunca, y el reme­dio cotidiano era mucho peor que la enfermedad. Pe­ro los hábitos no se quitan gradualmente, o por lo me­nos de eso es de lo que hay que convencerse: un tajo, y listo. Es la única forma. Después uno se da cuenta de que es imposible, de que a pesar de toda la fuerza de voluntad que se tenga el antiguo yo no va a morir tan fácilmente, con toda obstinación va a dedicarse a resurgir una, dos, cien, mil veces, como una mons­truosa conjunción de Hidra y de Ave Fénix; pero es la única forma, que cada vuelta a lo anterior sea un argu­mento más en favor de cambiar, una fuerza que se agregue en la lucha contra lo que yo fui alguna vez.
Lo que yo fui alguna vez aparece de pronto, sin la más mínima señal que anuncie su llegada. Está ahí en la pared, resaltando contra la pintura amarilla como un tumor oscuro y repugnante. Es una cosa marrón, opaca y brillante a la vez, tremendamente viva en su increíble inmovilidad, terriblemente inteligente en sus desplazamientos velocísimos e inesperados, en los mo­vimientos apenas perceptibles de sus largas antenas. Pero a veces me alegro de que estés ahí, monstruo. ¿Por qué es tan pesada la soledad? ¿Por qué no es co­mo yo quiero, si es mi propia soledad, mía, solamen­te mía, y es en cambio este vacío cotidiano, esta falta de sentido en cada cosa que hago, en cada palabra que escribo, en cada día que transcurre? Durante todo el tiempo que viví con Adela añoré mi soledad; mi sole­dad era la realización de mis sueños, era la tranquili­dad, era terminar de una vez por todas con las discusiones y los nervios, era la paz y el tiempo necesarios para poder crear. Necesitaba la soledad. Y ahora que la tengo, ahora que todo mi tiempo es para mí y ya no tengo un nudo de víboras en el estómago, ¿por qué extraño tanto mis charlas de sobremesa con Ade­la, nuestras idas al cine o a tomar un helado, ese rui­do del lavarropas que me crispaba los nervios porque no me dejaba escribir?
Soledad con cucarachas. Pero así casi no es sole­dad. Te voy a contar algo, monstruo, algo para que te entretengas hasta que yo encuentre esa bendita zapatilla que va a ser el instrumento de tu muerte. Estoy escribiendo un cuento que trata sobre la identidad personal. Siempre me fascinó ese tema, y una vez hasta escribí un cuento sobre él: El hermano Igna­cio. En esa época yo trataba de escribir libremente, intentando desprenderme de un montón de ataduras que no me permitían expresar algunas cosas que pasaban dentro de mí, cosas que no se podían decir de la ma­nera normal, me entendés; después lo leí varias veces y no terminaba de gustarme, esa excesiva libertad des­parramaba el cuento en todas direcciones y en lo es­tético lograba el resultado contrario del buscado: re­petía una misma palabra tres o cuatro veces por línea, por ejemplo, y aunque en aquel momento a esa ora­ción la había sentido así ahora me desengañaba, era casi ambiciosamente fea. Cuando vine a esta casa te­nía en la cabeza la idea de corregirlo, de cambiar o su­primir las partes que no me satisfacían, porque el tema era realmente muy bueno, y el comienzo y el final estaban bien escritos; pero después cambié de idea, porque ya tenía un nuevo argumento sobre el tema. Un nuevo argumento, bah. Tenía lo que casi siempre tengo cuando estoy listo para escribir un cuento: la manera de ser de los protagonistas, un ambiente que los limita y los relaciona entre sí, y sobre todo -so­bre todo- algo que no sé bien cómo explicarte, un te­nue hilo conductor, algo que de ninguna manera es un argumento sino más bien una clave, una estructura subyacente, algo que no se ve pero que está y que es el centro de lo fantástico en esa situación particular, una red que de alguna manera hay que expresar, ur­gentemente. Y acá estaba yo, en esta casa, con todo lo que bullía en el interior de este yo y de esta casa, estaba Adela y estaban mis cuentos y estaba la risa de los demás y estaban las cucarachas y estaba Marita Lernoud y estaba la soledad y estaba la persiana y Bijou y el ajedrez y Marita rodeada por las cucarachas y la muerte y la cama donde durmió Marita y una puer­ta cerrada y la soledad y la vida y Adela y la soledad y Marita con su gato y sus cucarachas y su soledad y yo y la soledad y esa podrida cucaracha que parece que­rer escaparse hacia la chimenea, sin pensarlo dos veces agarro la zapatilla y la aplasto contra la pared.
Menos mal que encontré la zapatilla, no me explico cómo pude haberlas dejado abajo de la cama si cada vez que me las saco las envuelvo en la bolsita roja y las meto en el placard. Y ahora que lo pienso, me es­toy volviendo bastante desordenado últimamente. La cama está ahí, todavía sin tender (y eso que hoy es sá­bado, no tengo la excusa de que ya se me hacen las siete menos cuarto y hay que salir corriendo para no llegar tarde a la oficina), y sobre la silla del dormitorio ha quedado la ropa que usé para ir a trabajar.
Siempre el problema de la identidad personal, siem­pre los miles de pequeños yoes luchando entre sí a ca­da momento, confundiéndolo todo en una especie de doloroso y cotidiano vértigo que no me permite ser yo, que me impide saber qué soy, quién soy, cuánto soy, qué es en realidad, en el fondo, este alocado calidoscopio que gobierna mis pensamientos, mueve mis manos y dicta mis palabras. ¿Quién soy en realidad, el de la cama sin tender o el obseso del orden y de la si­metría? ¿El asceta o el sibarita? ¿Soy de verdad el lo­bo estepario que a veces creo ser o en el fondo soy ese otro, casi tan frecuente como el solitario, que necesita de los demás, de sus voces y de sus risas, de sus pala­bras, que se marchita solo encerrado en una celda de la cual no sabe cómo salir? ¿Soy ese hombre-que-sabe-lo-que-quiere que a veces soy, o soy esa veleta desconcertada que a cada golpe de viento toma una nueva dirección? ¿Soy el que se queda todo el fin de semana encerrado en casa, escribiendo o tratando de escribir, o soy ese otro que vive el día entero pico­teando aquí y allá, durmiendo y leyendo, caminando y yendo al cine, dispersándose en las mil excusas que la ociosidad propone a mis sueños? Y si soy todos ellos a la vez, como parece, ¿quién soy en realidad, quién diablos soy?
Supongo que la mayoría de las personas encuen­tran su razón de ser entre los demás, no necesitan pre­guntarse quiénes son porque su existencia ya está justificada, develada a través de sus palabras y de sus ac­tos, certeramente descubierta en esos espejos que son los ojos y los gestos de la gente, cabalmente afirmada en su diario trabajo y en su familia y en sus amigos cotidianos. No lo sé en realidad, pero sospecho que es así; también supongo que es un poco por eso que siempre quise ser escritor, vivir a diario esta aventura de explorarme a través de las palabras, yo que no ten­go espejos en los cuales reflejarme (y que rompo siem­pre, más tarde o más temprano, todos los espejos que podrían ser).
En El hermano Ignacio el protagonista resulta ser en definitiva otra persona; con incrédula calma comprende cierto día que él es en realidad ese herma­no laico a quien apenas ha entrevisto una que otra vez durante los largos años pasados en un colegio reli­gioso. Todas las dudas desaparecen, se esfuman los mil pequeños yoes y el protagonista descubre al fin su verdadero ser: él es el hermano Ignacio. Ahora sabe que ya no saldrá nunca más del colegio, que un día 23 de junio los alumnos lo velarán en el enorme reci­bidor donde otros lo velaron hace ya mucho tiempo, y que entre esos alumnos -aunque él no lo sepa, aun­que en ese momento mil dudas sobre sí mismo y so­bre su destino lo atormenten- está su sucesor.
Pero esta infernal secuencia de reencarnaciones -o lo que fueran- no terminaba de satisfacer mis inquie­tudes acerca de ese problema que tanto me atormentaba, y apenas entré a esta casa una nueva posibi­lidad apareció ante mí casi como flotando en el ambiente. Empecé a escribir de inmediato, febril­mente, pero a medida que pasaban los días me fui dando cuenta de que esto se prolongaba demasia­do. Todavía estoy escribiendo lo mismo, y no hay señales de que vaya a terminarse pronto. Todos los días, hora tras hora, escribo incansablemente, en un estado de incrédula tranquilidad, las palabras que alguien me va dictando desde mi interior. Es una sen­sación muy rara, incómoda y hermosa al mismo tiem­po. A veces extraño mis viejos libros en francés, o la cara redonda de Bijou cuando se dignaba acudir a mis llamados y comía las sobras de lo que me había traí­do la señora de enfrente; pero es por momentos, nada más, y apenas alguien vuelve a dictar las palabras en mi cabeza escribo, escribo y escribo y ya no me acuer­do de estar triste. Y además ya no estoy sola. Bijou era un hermoso gato, sí señor, pero también era un in­grato que venía a verme cuando se le antojaba y a ve­ces hasta me despertaba en medio de la noche con sus maullidos. Por eso un día cerré la puerta y no lo dejé entrar nunca más, y ahora estoy acá lo más tranquila escribiendo y escribiendo, y siempre acompañada por mis amigas que van y vienen a su antojo por el piso y las paredes y comen todo lo que les dejo en el platito que era de Bijou, siempre para ellas la mitad de lo que todos los días me deja en la puerta la señora Paquita, que es tan buena. Soy tan feliz, Dios mío, tan feliz. Lo único que te pido es que no se termine nunca, por favor, Señor, que mis amigas no se vayan nunca y que eso que me dicta las palabras no se calle nunca, nun­ca, para que jamás tenga que dejar de escribir, Dios mío. Dios mío.

2 comentarios:

  1. Excelente relato, Alejandro. Letras que atrapan, quede con sed de seguir leyendo. Gracias.

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