miércoles, 8 de junio de 2011

NIEVE, PINOS Y UNA CASITA

¿Cómo podía estar cayendo nieve adentro de aquella esfera de cristal? La cabeza llena de rulos de Damián daba vueltas alrededor de aquel misterio.
Acababa de regalársela su abuela. Se la había entregado con cuidado, con más cuidado que si se tratara de una joya. Y era más que una joya: era un planeta. Damián sabía muy bien que los planetas tenían la misma forma de esa esfera. Lo había visto en un libro de su padre.
Pero éste era un planeta transparente. En su interior había una casita, por cuya puerta apenas se asomaban un viejo y una vieja muy abrigados. Enseguida uno podía darse cuenta de que hacía frío en aquel lugar. Rodeando la casita había muchos árboles; pinos, pero más altos que el que la madre de Damián adornaba para la Navidad. Y todo, la casita, la tierra que la rodeaba, los pinos, una parte de la ropa de los viejos, estaba salpicado por la nieve.
Si uno movía apenas aquella esfera la nieve seguía cayendo sin cesar. Damián miró, con los ojos asombrados. ¿Cómo podía haber entrado aquella nieve, y cómo, sobre todo, podía seguir cayendo, ahora que él veía la esfera bien cerrada, sin nadie que pudiera intervenir?
Y luego cayó en la cuenta: había más misterios. Cómo había llegado allí la casa. Cómo habían llegado aquellos pinos, y la tierra donde se hallaba todo. ¡Y los viejos! ¡Esos dos viejos asomados a la puerta mirando caer la nieve! ¿Cómo habían podido llegar ellos allí?
Durante un rato Damián se divirtió moviendo aquel planeta con suavidad, y mirando cómo la nieve continuaba cayendo sobre el paisaje. Los viejos parecían tener más frío: iban entrando más y más a la casita. Damián sintió pena por los viejos; dejó de mover la esfera. Pero entonces volvieron las preguntas.

*******

—¿Seguirá mucho tiempo así? —preguntó Eyna.
Rauf sonrió.
—Pero mujer... ¿cómo quieres que yo lo sepa? Conoces a esa nieve. A veces cae durante días, sin cesar, y se detiene de pronto, en un instante. Otras veces molesta un día y luego cesa; pero al siguiente ya está de nuevo aquí.
—Me pregunto de dónde viene —dijo ella.
—Yo también —respondió él—. Pero me digo: ¿por qué hacerse preguntas que jamás podremos responder?
Como el frío había arreciado, se encontraban ya dentro de la casita. Mientras Eyna se dirigía a la cocina, Rauf acarreó leña para el hogar.
—¿Por qué dices que no las podremos responder? —preguntó ella. Le molestaba la falta de curiosidad de su hombre.
—No podemos o no debemos —dijo él, mientras encendía el fuego.
—¿Quién lo dice? —insistió ella.
Rauf no deseaba seguir hablando sobre aquello. Contempló los colores de las llamas, preguntándose cómo era posible que eso apareciera de repente. Era como la nieve. Era como un fantasma. Pero mucho más cálido que la nieve. Y más bonito, por cierto, que un fantasma.
—Rauf —dijo Eyna, con la voz más aguda—, ¿el fuego te ha vuelto sordo? ¿Quién dice que no debemos responder?
—Bien, lo dice... —Rauf negaba con la cabeza, para sí—. Ya sabes esa historia de los pinos.
—¡Esa antigua superstición! —exclamó Eyna—. ¡El Árbol de las Piñas Comestibles y el Árbol de las Piñas Prohibidas! ¿Cómo puedo saber que no es un invento tuyo, por ejemplo?
Rauf hizo un suave sonido con la boca, como un gato que se impacienta en su rincón.
—¿Cómo puedes saberlo? No lo sé. Lo que sé es que yo no la inventé.

*********

La nieve había invadido la esfera de cristal. Damián se sorprendió. Él la había movido un poco, nada más. ¡No era para tanto, después de todo! ¿Por qué había tanta nieve en el lugar? Y, sobre todo, ¿de dónde provenía?
La casita apenas podía verse debajo del blanco manto. Las puertas y las ventanas habían sido cerradas. Lo único que se movía además de la nieve blanca, lenta, era el humo que ascendía desde la chimenea de la casa.
Así que han encendido un buen fuego en el hogar, pensó Damián. E imaginó a los viejos: ella tejiendo en una mecedora, él jugando contra sí mismo al ajedrez, con un vaso de whisky al lado, tal como hacía su abuelo por las noches. Absortos en sus tareas, cambiarían de vez en cuando unas palabras. Tal vez sobre la nieve, preguntándose cuánto duraría... En un momento dado quizás sentirían hambre, y entonces ella iría hasta la cocina.
¿Qué comerían? se preguntó Damián.

*********

En la cocina, Eyna se atareaba. No quería ya discutir con Rauf: se daba cuenta de que el tema lo molestaba. Pero había muchas cosas que no sabía, y siempre se preguntaba: ¿quién puede responder a mis preguntas?
Rauf sabía más cosas que ella, por supuesto; había estado allí mucho antes de que ella apareciera. Pero él se negaba a hablar de muchas cosas. Eso la enfurecía; y sin embargo, no podía demostrarlo. Sabía que por algo a Rauf le molestaba hablar de ciertas cosas. Tal vez no sabía tanto como creía saber. Tal vez sabía poco, tan poco como ella, pero le hacía creer que sabía muchas cosas para que ella dependiera siempre de él.
Sí, pensó. De algún modo dependo siempre de él. Aunque no me responda, o conteste con evasivas, o me explique una parte de las respuestas, yo seguiré pregunta que pregunta. ¿Y a quién puedo preguntarle sino a él?
Y mientras pensaba en esto, una repentina idea le vino a la cabeza y ahí creció.

*********

Salvo en la esfera, Damián jamás había visto caer la nieve. Donde él vivía siempre hacía calor o frío, y a veces hasta llovía. Pero eso de nevar...
Empezó a imaginar su propia casa y los árboles del patio y el jardín cubriéndose poco a poco con la nieve. Imaginó, riendo, que él y mamá se asomaban a la puerta, como lo habían hecho aquellos viejos, y que la nieve les caía sobre el cabello. Después entraban, porque hacía mucho frío, y encendían un fuego en el hogar.
En la casa de Damián había un hogar. En el invierno lo encendían casi siempre, y él permanecía mucho tiempo contemplando los colores de las llamas. Una vez le había dicho a su mamá que el fuego y el arco iris eran seguramente hermanos, o por lo menos primos, por todos esos colores, y ella se había reído un largo rato.
El fuego le gustaba, pero le parecía extraño, como si fuera un animal que se disfraza, o, también, decenas de animales invisibles disimulados detrás de los colores.
Y la esfera de vidrio... ah, eso no. Quiso no imaginar que una esfera de cristal lo envolvía todo: a él, a su mamá, a la casa entera, a los árboles del patio y el jardín. Pero ya lo había pensado: estaba hecho. Tratando de no pensar, fue a la cocina, donde su madre se atareaba con la cena.

*********

No había muchos pinos en el lugar. Eyna pensó que le bastaría con probar uno por uno los frutos de los árboles. La mayoría no serían los que buscaba: lo sabría con el primer mordisco. Pero sabía que en un momento dado se encontraría con uno de los dos: el Árbol de las Piñas Comestibles o el Árbol de las Piñas Misteriosas.
Aunque ¿se daría cuenta de cuál de los dos árboles se trataba? ¡Por supuesto que se daría cuenta! La piña comestible sería como cualquier otra comida. Pero la piña del Árbol Misterioso...
De repente sintió un escalofrío. ¿Y si aquellas supersticiones decían una verdad? ¿Si era cierto que no debía probar de los frutos del Árbol Misterioso?
Tratando de no pensar, puso toda su atención en la comida. ¿Qué forma daría hoy a las tortas de pasta de jengibre? Sus manos modelaron: primero una cabeza pequeña, con muchos rizos, a la que le siguió el cuerpo de un niño. Después una mujer de largos cabellos lacios. Contempló sus creaciones y sonrió. Eran muy bellas.

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—Sé que tiene una forma —le dijo su mamá—. No sé muy bien qué forma, pero que tiene, tiene.
—Eso no puede ser... —Damián estaba desconcertado. Siempre había supuesto que el universo debía ser infinito.
—No sé cómo, pero los físicos han llegado a descubrirlo —su madre batía una crema blanca, que a cada instante se aligeraba más.
—Algo como... ¿Podría ser una esfera de cristal?
Su madre le sonrió.
—¿Quién sabe? —dijo al fin—. Los orientales dicen que el mundo se sostiene sobre siete pilares, que a su vez....
—¡Sí, sí! —exclamó Damián—. Tiene que ser como dicen los orientales. ¿Hay que seguir batiendo hasta el infinito?
—No, señor —dijo su mamá, muy seria—. Como el universo, esto se termina... aquí.
Tomó el cucharón que había estado usando y, ante la mirada fascinada de Damián, la clavó en esa crema tan ligera, que ahora parecía dura como una piedra.

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—Come tú la mujer —Eyna sonrió—. Intuyo que te gustan las mujeres.
—Y a ti los niños —contestó Rauf con un gruñido—. Pero tienes razón, la comeré. Tiene más pasta que tu muchachito.
—Los hombres comen más. Pero no pasaré hambre; hay sopa y ensaladas. El huerto está más rico que otros años.
—Es cierto eso que dices. Pero si esta maldita nieve continúa...
Eyna volvió su atención a la comida. Con mucha delicadeza, cortó un dedo del muchachito y lo probó.

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—¿Qué te pasa? —Damián había gritado.
—¡Me duele el dedo! ¡Me duele mucho el dedo!
—A ver, tranquilo... dejame ver cuál es.
—¡Es éste, el chiquitito! ¡Me duele como un demonio!
—Dejame ver... qué extraño. No hay signos de picadura. Muy bien; te friccionaré. ¿Calma un poco el dolor de ese dedito?
—Sí... sí. Qué cosa rara. Fue como si alguien me lo hubiera rebanado. Pero el dolor ya se me está pasando.
Afuera estaba oscuro. Las dos únicas luces encendidas -en la cocina y en el comedor- parecían luciérnagas en la noche.

*********

En la oscuridad, Eyna se deslizaba entre los pinos. Rauf estaba dormido, bien dormido: se había cuidado muy bien de comprobarlo.
Por fin había dejado de nevar. Todo seguía blanco, por supuesto, pero ella caminaba sin temor: siempre había existido nieve, desde que Eyna recordaba, en el lugar.
De pronto uno de sus pies se hundió más de lo conveniente. Con fastidio y cierta dificultad, Eyna lo retiró y siguió la marcha. No había estado atenta a lo que hacía. ¿Por qué había estado ahora distraída, pensando en lo que sintió mientras cenaban, cuando Rauf iba comiendo a la mujer? Qué sensación extraña había sido. Algo muy raro, a la altura de la garganta.
¿Habría sido acaso una señal? Ya muchas veces antes había modelado mujeres con esa pasta; y hombres, niños, pinos, casitas y otras cosas de todo tipo. Pero jamás había sentido algo como aquello.
Atención, Eyna, se dijo. Ya llegaba a la zona de los pinos.

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—Es hora de comer —dijo la madre. Y, al no obtener respuesta—: ¡Damián, vamos a comer!
Damián estaba hechizado mirando aquella esfera de cristal. Ya no caía nieve en el lugar. Pero no era eso lo más extraño. Podía ver con toda claridad a la vieja caminando entre los pinos.
—¡Damián! ¿Qué estás haciendo?
No había más remedio que acudir. Guardó la esfera de cristal en su bolsillo.
—Nada, mamá —dijo en tono despreocupado—. Ahora voy.

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Había sido tal como ella lo imaginara: aquellos frutos parecían de madera. Apenas los probaba se daba cuenta, y al instante siguiente los escupía. Así había sido hasta llegar a un pino más pequeño y más oscuro que los demás. Se detuvo, arrancó un fruto y lo probó. Mientras lo masticaba con delicia sintió que aquel era el fruto misterioso. La invadió una sensación de júbilo indescriptible. Ahora conocería las respuestas.

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La apetitosa cena estaba sobre la mesa. Desde su silla, mamá le sonreía. Damián también sonrió. Pensó que era feliz viviendo con su mamá.
Cuando se fue a sentar, la esfera de cristal, como dotada de una existencia propia, escapó de aquel bolsillo tan pequeño. A Damián un frío húmedo le empezó a quemar la espalda. La esfera iba rodando, con lentitud. Su mano la persiguió.
La sonrisa de su mamá se había borrado. Su gesto -servir un plato- se había detenido en la mitad. Lo miraba, intentando adivinar qué era lo que estaba sucediendo.

*********

Rauf sufría una horrible pesadilla. El cielo se había quebrado, y él, con Eyna, la casa, los pinos y lo demás, estaban en un lugar que no podía ser otra cosa que el infierno.
El sitio, aunque no infinito, era monstruoso. Ellos rodaban por un suelo duro y frío, y a cualquier lado que sus ojos se volvieran sólo veían ciclópeas construcciones, cosas enormes, inidentificables.
Sintió una Voz que parecía un trueno.
Aterrorizado, luchó por despertar.

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