sábado, 9 de abril de 2011

CORAZÓN PURO


Tres días después de que vimos la película papá apareció en casa con la Lámpara y me la regaló. Yo había ido al cine con mamá; a papá lo veíamos muy poco.
La Lámpara era preciosa. Venía envuelta en un plástico de colores, y traía un papel con instrucciones para usar. Cuando papá me la dio estábamos en la mesa, listos para comer; sentí una emoción tan grande que casi la abro ahí nomás.
Enseguida me di cuenta de que eso no se hacía, así que me fui a mi pieza, la dejé sobre la cama y después me volví a la mesa. Pero era lindo estar así, cenando como siempre y sabiendo a la vez que muy pronto iba a estar leyendo las instrucciones.
Después de que cenamos, papá y mamá, como siempre, empezaron a discutir. Como siempre, papá decía que aquello era necesario, que no podía escapar de sus obligaciones, que si ella pensaba acaso que él iba a divertirse o algo así; que si lo hacía era por su familia, por nosotros. Y mamá que por qué, que cómo era posible, que cuánto hacía que no compartíamos una noche, una sola noche todos juntos en familia; que si él pensaba que a ella le hacía gracia oírlo llegar todos los días a las tres o a las cuatro de la mañana. Yo pensaba en la Lámpara.
Es nuestra oportunidad, dijo entonces papá. Tené paciencia, querida, por favor; unas semanas más, un par de meses, a lo sumo, y todo se va a arreglar. Pero es el momento justo, y tengo que responderle a esa gente. Esa gente, dijo mamá, y yo sentí como siempre que su voz había cambiado, parecía que estaba por largarse a llorar; esa gente, dijo de nuevo, bien la conozco a esa gente, tan poco que la conozco y quisiera no conocerla; no me gusta esa gente, vos lo sabés muy bien, no me gusta la gente con la que te estás metiendo.
Miré la cara de papá, y ahí estaba de nuevo. Como siempre, como todas las noches cuando llegaban a ese punto, la cara blanca, como de payaso, de papá, empezó a llenarse de esas manchas rosadas, unas horribles manchas en las mejillas, en el cuello y en la frente que se iban agrandando más y más mientras los ojos se le ponían cada vez más grandes y más brillantes y la voz cada vez más alta, gritando ya. Y yo sabía, también, lo que vendría.
-Andate a tu pieza, vos -me dijo mamá acariciándome el pelo mientras me miraba con amor.
Yo me saqué la servilleta del cuello de la camisa, la tiré sobre la mesa y me fui corriendo para mi dormitorio, odiándolo a papá por lo que le hacía a mamá, por todo lo que nos estaba haciendo, tratando de pensar en otra cosa, de pensar en la Lámpara, en cualquier cosa.
Entré a mi pieza y cerré con llave. Nunca cierro la puerta con llave, mamá me ha dicho que no lo haga porque es peligroso, podría quedarme encerrado o algo así; pero ahora no había más remedio que cerrar. Mi pieza está lejos del comedor, al fondo del pasillo, pero así y todo y con la puerta cerrada seguían oyéndose los gritos de papá y las respuestas de mamá, que a esa distancia parecían los maullidos de un gato furioso y los chillidos de un pobre ratón asustado.
Tenía muchas ganas de llorar, pero juré que no iba a hacerlo. Me senté en la cama y con mucho cuidado empecé a desenvolver el plástico de la Lámpara.
Era un plástico muy bonito, de infinitos colores, que hacía un ruido crocante mientras yo lo iba abriendo; de pronto me pareció que estaba en Nochebuena, desenvolviendo regalos, y el corazón se me llenó de un calor agradable. Ya se me habían pasado las ganas de llorar.
El plástico estaba lleno de imágenes de Aladino, del Genio, de alfombras mágicas, camellos en el desierto, oasis llenos de palmeras... Lo terminé de abrir sin romper ni un poquito, lo doblé con cuidado y lo guardé en el cajón de la mesa de luz.
Sobre la cama estaban ahora la Lámpara y el papel de las instrucciones. La Lámpara era dorada, alta, preciosa; cuando me puse a mirarla, sin tocarla -me daba miedo meter la pata-, sentí un escalofrío que me corría por la espalda. El papel de las instrucciones decía así:

Esta es la auténtica Lámpara de Aladino: sólo para corazones puros y valientes.
Por medio de ella tus 3 deseos más poderosos te serán concedidos al instante.
Sólo debes formular cada deseo en voz baja pero claramente mientras frotas la Lámpara con tu mano derecha.
La Empresa no se hace responsable por la solicitud de deseos estúpidos o banales.
Garantía: 1 años, presentando este ticket.
Made in Taiwan.

Yo estaba emocionado y al mismo tiempo medio desconcertado. Había dos o tres cosas que no entendía. También me sorprendía que no se hablara del Genio en aquel papel. ¿Aparecería o no el Genio cuando yo formulara mis deseos? Y si no aparecía, ¿por qué salía, entonces, dibujado en el envoltorio?
Las voces de papá y mamá seguían oyéndose, cada vez más altas. Yo quería pensar en la Lámpara y en lo que más deseaba en ese momento, pero no podía dejar de pensar en esas voces. Me estaban volviendo loco. Sentí que la cabeza me explotaba.
No sé por qué, me acerqué a la Lámpara y empecé a acariciarla. Entonces algo como una miel me entró por la cabeza y me inundó todo el cuerpo. Durante un largo rato no supe dónde estaba.
Después, me encontré de pronto en mi habitación. La luz se había cortado, o alguien la había apagado. La Lámpara brillaba en medio de la oscuridad. Todo estaba en silencio.

Al otro día mamá me preguntó si me había asustado cuando el fusible se quemó. Le contesté riéndome que no, que la Lámpara me alumbraba. Ésa sí que es una Lámpara completa, dijo entonces mamá, y los dos nos reímos mucho.
Papá estuvo casi todo el día afuera, como siempre; no vino a almorzar, y a la hora de la cena llegó tarde, con la cara muy seria.
En un momento, cuando creyó que yo no la escuchaba, mamá le preguntó qué era lo que pasaba; nada, dijo él, no quiero hablar, no tengo ganas.
Después comimos en silencio. Papá comía poco, desganado, y mamá lo miraba como tratando de saber qué le ocurría. Yo pensaba en la Lámpara.
De pronto empecé a acordarme de la noche anterior: yo encerrado con llave en la pieza, los gritos lejanos como de gato y de ratón, la cabeza que me explotaba, mis manos buscando la Lámpara para acariciarla... ¿En qué había estado pensando cuando se cortó la luz? Me daba miedo, un miedo extraño, darme cuenta de que no podía acordarme de eso.
Cuando volví al presente lo primero que vi fue a papá que apretaba las mandíbulas. Tenía los ojos clavados en mamá, y las horribles manchas estaban empezando a aparecer. Por qué, por qué, pensé. Y después: cómo te odio.
 Entonces fue como si alguien hubiera prendido la radio de repente. Papá estaba gritando, gritándole a mamá. Gritaba como un loco, sin control; en un momento casi pude ver diablos, sapos y arañas que le salían de la boca y se desparramaban en el aire chillando y riéndose sin parar. Miré a mamá.
Mamá no nos miraba. Tenía los ojos fijos en su plato, del que no había comido casi nada. Unas lágrimas tranquilas le bajaban por las mejillas.
Entonces miré a papá, que seguía gritando y mirando a mamá con esos ojos de rabia, y le dije con una voz muy rara:
-Ya no le grites. Basta. Ya no le grites más.
Al oírme, quedó mudo de golpe. Fue cómico: petrificado, como a veces pasa en los dibujitos. La boca le había quedado abierta, los ojos fuera de las órbitas, la cara ahora completamente roja; y todo inmóvil, duro como una piedra.
Eso duró una eternidad. Todos estábamos inmóviles. La primera en moverse fue mamá, que me miró. Después me miró papá. Después, inmediatamente, su mano derecha voló sobre la mesa y cayó sobre mi cara.
Después me acuerdo como en una fiebre de la cabeza que me explotaba, de haber corrido hasta mi pieza, con mamá que me seguía, de haber entrado y cerrado con llave, de los golpes y los gritos de mamá; la oscuridad del dormitorio, la Lámpara brillando sobre la cama, mis manos que la buscaban, de repente la miel y el calor y no saber en dónde estaba. Y después otro grito, más fuerte, de mamá, las luces que se apagaban, mi cabeza desintegrándose del todo; los pasos de mamá que se alejaba, gritando terriblemente, en dirección al comedor.

Han pasado dos años. Al principio mamá lloraba mucho. No podía entenderla. ¿No era feliz, acaso? ¿No estaba más tranquila? Después se fue calmando. Empezó a sonreír, a ponerse bonita, a llevarme a la plaza y a la biblioteca.
Nuestra vida es tranquila: mamá se pasa la mañana limpiando la casa y preparando el almuerzo, y a la tarde cose, teje y lee; a veces miramos la televisión o salimos a pasear. Yo leo como loco.
A veces pienso en la Lámpara. Ahora me doy cuenta de que era como una amiga, como una compañía, pero ya no la necesito. Somos felices, mamá y yo, y no necesitamos nada más, a nadie más.
A veces extraño, sí, la sensación: la miel bajándome por la espalda, las estrellas partiéndose con un crujido en mi cabeza, el calor de la Lámpara en mis manos, toda la fuerza de los ojos concentrada en una imagen... incluso extraño hasta lo más tonto, todas las luces cortándose de pronto, llamando a la oscuridad. El poder, que le digo yo.
Le he preguntado a mamá, pero ella se ha reído. No, querido, me ha dicho. ¿Sabés cuánto hace que no se fabrican más?
Así que sólo una vez más. Me la reservo.
No sé por qué, presiento que no falta mucho. Suena el timbre.
-¡Dejá, querido, ya voy yo! -grita mamá desde su pieza-. Seguro que es Martín.

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