domingo, 24 de abril de 2011

VIAJES CON EL CAPITÁN


Lomos ásperos y grises. Como los de algunos de esos extraños animales que en ellos se describían. Las inscripciones eran: Un viaje al Polo Sur y alrededor del mundo, de Bougainville, y Viajes del Capitán Cook.
Alexi no los había buscado: eran ellos los que habían llegado hasta sus manos. De algún modo habían saltado desde la gran biblioteca de su padre y lo habían buscado, ellos a él.
¿Había otra explicación? ¿Por qué, además, debía leerlos una y otra vez, reiniciando el ciclo apenas lo terminaba y desdeñando a los otros animales, muchos de ellos más nuevos, más bellos y delicados? Bougainville y el Capitán lo habían hipnotizado.
Alexi ya sabía en esa época que un movimiento circular induce al trance. ¿Qué más necesitaban aquellos dos? Habían dado la vuelta al mundo tantas veces... Alexi se mareaba al imaginarlo. Y era debido a eso, sospechaba, que no podía dejar de leer sus viajes. Se había convertido en un adicto.
Leer sus viajes, devorarlos, realizarlos. Él se encontraba allí, llegando a una nueva costa. Él, Alexi, y sus ojos brillando, maravillados, mirando aquí y allá: esta planta de flores inexplicables, ese animal que nunca hubiera imaginado, el jefe de la tribu con un collar de huesos de enemigos aproximándose y hablándole con su voz más gutural... El Capitán corría a sacarlo de su apuro. Trocaba unas palabras con el jefe y luego se lo llevaba lejos, a la tienda donde el naturalista examinaba nuevos ejemplares.
Y mucho antes de aquello dibujaba. En el dorso de unos papeles de colores -amarillo, celeste, verde claro- que su padre le traía de la oficina, Alexi dibujaba: islas, grandes, pequeñas y medianas, algunas de extrañas formas, que encerraban países (amigos o enemigos entre sí). Y viajes, continuamente, y también guerras, con líneas llenas, punteadas o discontinuas. Cada grafismo, cada color y cada forma tenía un significado: era un cosmos secreto, que nadie hasta entonces había podido ver, y que iba surgiendo de la mano de Alexi, perezosa y segura, yendo y viniendo, descubriendo nuevos mundos sobre el papel.

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 Quería mover su mano y no podía. Sabía que tenía que comer.
Con un enorme esfuerzo de voluntad, la mano empezó a moverse; luego la vio quedarse ahí, en el aire, apenas levantada, como en burla. ¿Para qué? decía en un vago gesto.
Había sido gradual, eso era claro; pero había estado tan ocupado discutiendo, rogando, maldiciendo, que la sensación, al cabo, era muy otra: un derrumbe súbito, repentino. De un día para el otro no había podido casi levantarse. Después, en la cocina, aquellas manos. Su ser se había sumido.
Podía recordar ciertas señales: ver lo que le rodeaba -calles, personas, árboles, automóviles- tal como si estuviera mirando una película. Dos dimensiones: sin profundidad. Tan planos como las figuras en el cine. Y con eso la sensación de alejamiento.
O aquella especie de túnel en la cabeza: palabras repitiéndose, incesantes, hasta construir ese encierro tubular, que no hacía deseable vivir ni un segundo más.
No, ningún pensamiento de suicidio. Algo así como muerto, pero en vida.
Yo soy yo, tengo mi vida, se decía. Pero eso no lograba cambiar nada. Cuando ella se había ido, en parte a instancias de él, el derrumbe lo había aprisionado. ¿O, peor, él mismo era el derrumbe?
Hubo días y noches cuya desolación parecía irreal de tan atroz.
Pero a veces, en medio de las ruinas, aún se oía una apagada respiración.

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Un juego de ajedrez, un libro y una torta. Su primer cumpleaños solo, en el internado. Su padre le había enviado el juego, junto con una carta; su abuela Celia había hecho la torta y se la había llevado junto con el libro: La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne.
La actividad en el colegio era exigente; ocupaba la mayor parte del tiempo. Pero al anochecer, después de haber cenado, cada uno podía hacer lo que quisiera. La mayoría miraba televisión o jugaba al fútbol en el patio más pequeño. Él tenía su libro, su torta y su ajedrez.
Los tres se aunaban en un único placer. En aquella soledad inmensa que sentía, deseó que aquel placer durara para siempre.
La torta se terminó bien pronto; pero el libro y el ajedrez... Su deseo se había cumplido en dos terceras partes: el juego y el libro eran infinitos.
Jugaba solo, asumiendo los dos bandos, como había jugado antes a la guerra. Urdía planes para las piezas blancas y contraplanes para las piezas negras. Y siempre alguien vencía; era de lo más extraño: siempre vencía uno de los bandos.
Algunos compañeros se habían burlado. ¡Jugar contra él mismo! ¿Cómo podía ganar de esa manera? ¿Y perder, cómo? ¡Conocía todos los planes del rival! ¿Cómo podía jugar contra él mismo?
Pero él jugaba. Y en ocasiones ganaba el bando blanco, y en ocasiones ganaba el bando negro; jamás hacía tablas. Y nunca una partida se parecía a otra. Cuanto más, los primeros movimientos; pero luego la batalla se extendía, la fantasía se ramificaba... la posición final siempre era singular.
¿Podía ocurrir lo mismo con los libros? Porque, ¿cómo podia él leer y releer La vuelta al mundo una y otra y diez veces y aun más, como dándole cien vueltas a la vuelta, disfrutándola de nuevo cada vez?
Tal vez, pensó, el libro es infinito. Cuando he terminado de leerlo yo ya no soy el mismo, y él tampoco. Por eso puedo leerlo nuevamente: otro yo está leyendo un nuevo libro. Y recordaba: lo mismo le había sucedido con los diarios de viaje de Bougainville y el Capitán Cook, hacía ya tanto tiempo...

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Antidepresivos, energizantes, yoga, y una pequeña pero obstinada voluntad. Había ido al consultorio de un psiquiatra, después de que un neurólogo no encontrara nada de extraño ni alarmante en su cabeza. El psiquiatra le hacía preguntas, lo escuchaba con paciencia, le daba medicamentos. Él trataba de darse fuerzas a sí mismo. Había nacido solo, se decía, y un día se iría solo. Él era el mundo y el mundo estaba en él. ¿Quería morir ya? De ningún modo. ¿Quería seguir así? Eso tampoco.
Hablaba con él mismo como se habla con un amigo íntimo. Y pronto empezó a contarle cómo muy poco a poco -en estas cosas no había que impacientarse- todo aquello que él estaba haciendo, las charlas con el psiquiatra, el consumo metódico de los medicamentos, las prácticas de yoga, la vuelta a la oficina, y esto mismo que estaba haciendo ahora -hablar consigo como se habla con un amigo- le iban a devolver la paz que había perdido.
También empezó a nadar. Excelente ejercicio, le había dicho el psiquiatra: altamente recomendable para usted.
Se había inscripto en un gimnasio muy completo, distante unas quince cuadras de su casa. Al trayecto de ida lo hacía corriendo. Volvía caminando lentamente, observando con atención el mundo que lo que lo rodeaba y comprando algo de fruta en el camino.

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Había aprendido a nadar en un canal. Era angosto y de corriente rápida; pasaba bajo un puente y tras corto recorrido iba a desembocar directamente al río. Allí las aguas de pronto se calmaban, se amansaban tan repentinamente como si luego de un acceso de ira muy violento hubieran encontrado por fin tranquilidad.
Tendría cinco años. Cierto día su padre, tras algunas indicaciones, lo había acompañado hasta la orilla. Desde allí debía seguir solo.
Se zambulló en el agua, que era fría y oscura, movió manos y pies como bien pudo y casi no hubo tiempo de sentir, porque enseguida estaba en el remanso, agitado pero contento. Luego jamás le tuvo miedo al agua.
Se zambulló en el agua, que era fría y oscura, movió manos y pies como bien pudo y casi no hubo tiempo de sentir, porque enseguida estuvo en el remanso. Se paró, temblando pero feliz. Su padre le sonreía desde la orilla.
También nadó, mucho después, en el Colegio. En una gran pileta de azulejos celestes, a la hora en que ya los grupos bulliciosos habían gastado todas sus energías, nadaba unas piletas o -más frecuentemente- solía zambullirse, lo más hondo posible, sintiendo que iba en busca de tesoros ocultos o perlas maravillosas. Y sentía -sentía con mucha fuerza- que el tiempo se anulaba allí debajo, o que había otro tiempo, diferente. Aunque llamarlo “tiempo” no parecía justo: sólo podía compararlo con los libros, cuyas exploraciones eran infinitas, o con el ajedrez, que era infinito en sus batallas. Un infinito que para él, Alexi, era lo que otros llaman felicidad.

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Sábado 10 de agosto

Hoy he llegado a doce. Ahora vengo más tarde, cuando el sol ya se esconde. He descubierto por pura casualidad que a esa hora, después de las seis y media, la piscina está casi desierta. Sólo unos pocos chiflados como yo van y vienen cumpliendo sus rutinas.


Martes 13 de agosto

¿Por qué nadar no figura entre las drogas? Esto es, obviamente, una adicción.
Me siento mucho mejor, lo reconozco. Parezco un hombre nuevo, como dicen. Pero advierto, a veces con aprensión, que en ese afán -el de ser cada día más saludable- esto se ha convertido, en mi existencia, en lo único que hago con regularidad.
¿Y por qué preocuparme?, me replico. Si en ningún otro orden de mi vida debo o quiero someterme a disciplina, esto me ayuda a llenar esa laguna.
Pero, ¿es correcto llamarlo disciplina? ¿A algo que no depende ya de la voluntad sino que lo toma a uno por los pelos y lo empuja sin remedio a hacer eso sin lo cual el insomnio regresará?
Demasiadas preguntas para un día. Y es extraño, también, que me las haga: quince piscinas deberían haberme dejado exhausto, sin fuerzas siquiera para pensar.


Jueves 15 de agosto

Dieciocho piletas, ya, y ni el menor asomo de fatiga. Mis esporádicos y reposados compañeros me miran con cierto asombro. Hoy una mujer de unos sesenta años se me acercó y me preguntó con timidez si me estaba entrenando para una competición. Sonriendo, dije que no. La señora se quedó mirándome, como si no creyera mis palabras; después hizo un gesto con la cabeza y, alejándose, se puso a hacer la plancha.
Cada día me siento más rejuvenecido y más feliz. No por eso voy a cambiar mi vida: la soledad elegida libremente, la decisión de vivir de mi magín... Y además, ¿por qué habría de cambiarlos?
Esta felicidad y esta nueva salud se suman, como perlas, a esas otras felicidades.


Sábado 17 de agosto

Hoy he nadado hasta quedar rendido; es algo que jamás había hecho. Cuando iba por la piscina diecinueve mi mente se negó a seguir contando, pero brazos y piernas me pidieron que los dejara seguir en movimiento. ¿Cómo iba yo a negarme a ese pedido?
Y, de repente, había oscurecido. Antes de detenerme creí ver en el agua, en otro andarivel, unas cosas flotantes, que parecían ramas u hojarasca.


Domingo 18 de agosto

Pensando en el día de ayer y en la penumbra de mis últimas brazadas hoy he ido a la piscina más temprano. Sentí algo extraño, como de algo desenfocado. Pero claro, la explicación es simple: hacía un tiempo que no iba a esas horas.
El sol brillaba y había mucha gente; el silencio que suele acompañarme parecía infestado de griterío. Esto ya pasará, me dije para calmarme, y enseguida empecé con mis piletas.
Debí luchar un poco -verbalmente- para lograr que mi andarivel quedara libre. Por supuesto, no lo he comprado (aún). Pero lo llamo así, mi andarivel, porque es el que he estado usando siempre, desde que empecé a venir a este lugar. No hay uno solo de esos holgazanes que lo utilice como yo lo hago. ¿No tengo derecho, entonces, a llamarlo de esa manera?
Apartada la turba, comencé. Parece obvio que mis músculos se han ejercitado tanto que no debí realizar ningún descanso entre una pileta y otra, como a veces suelo hacer si me fatigo. En esta ocasión no me detuve ni una vez. He nadado incansablemente, directo como una flecha, siempre con mi objetivo como un faro.
En un momento dado fui consciente de que la luz del día había disminuido demasiado. Sin dejar de nadar, miré a mi alrededor: estaba completamente solo en la piscina. Incluso el cuidador, detalle extraño, había abandonado su lugar.
Un poco desconcertado, me detuve. Me sequé, me vestí y volví a mi casa. Creo haber hecho treinta piscinas, por lo bajo.


Martes 20 de agosto

Hoy vine muy temprano, casi al amanecer. Nadie había ocupado mi andarivel.
Me di cuenta de que había poca gente. Luego pensé: es martes y es temprano.
Me olvidé de todo y me dediqué a nadar.
Como durante los últimos dos días, mi cuerpo no se cansaba. Al llegar a la pared de cada extremo me tomaba del borde con las manos, y ayudándome con ellas y las piernas me daba el empujón que necesitaba. Y así una, y otra, y otra y otra vez.
Ya no llevo el conteo de las piscinas. ¿En qué pensaba hoy? En nada. O, mejor dicho: pensaba en mi objetivo. Objetivo, esperanza, lo que sea (es vago, es impreciso, pero está).
Nadé y nadé casi sin sentir el agua (hace un tiempo que casi no la siento). Nadé y nadé con la atención en mi objetivo.
Cuando miré a mi alrededor ya era de noche; las estrellas brillaban en el cielo. Empecé a ver -y después a sentir y a hacer a un lado- allí mismo, en mi propio andarivel, pedazos de maderas y de ramas. También había hojas enmarañadas y hasta un pescado muerto, casi irreconocible.
Me estoy aproximando, recuerdo que pensé. Es de noche, hay luz y estoy llegando. Llegaré y me echaré sobre la arena, y sé que el sueño me tomará enseguida.
La luna brilla, redonda, sobre mí. Ahora puedo ver más claramente. Haciendo un pequeño esfuerzo distingo ya la costa.
Ya falta mucho menos, me digo tranquilamente. Y persisto nadando bajo la luna llena.

3 comentarios:

  1. Noelia Aguirre Guitart25 de abril de 2011, 12:09

    es maravilloso! forma redonda y fondo humanísimo....

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  2. Marìa Elena Alonso26 de abril de 2011, 21:36

    Los objetivos ayudan a vivir a seguir? Lo terrible es cuando no hay.Tambien pensè :El agua,es un ùtero protector.El mundo de fantasìa y la realidad.Cuànto amor faltò por allì. Me duelen tus palabras, tus escritos. Estarè senil??????? Creo que la pasiòn es TU VIDA.TE QUIERO MUCHO , profe- Posiblemente abriste el desagote de la pileta. Por eso corre tanta agua !!!!!!!!en el Face.
    MALENA

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