miércoles, 27 de abril de 2011

LA VERDAD Y LA VIDA



¿Cómo se puede servir a Dios de esa manera? Contemplando al hermano Iñaki, que se acercaba a la hilera de eucaliptus, Denis no supo muy bien qué responderse. ¿Y a los hombres?, se preguntó. Siempre solo, siempre caminando.
Insólito hermano Iñaki. No hacía nada de lo que los demás hacían: el hermano José, empujarlos con furia hacia el deporte, el hermano Martín, presentarles los libros como amigos, y hasta el hermano Bruno, más serio y silencioso, brindando de vez en cuando unas palabras de honda y meditada comprensión; por algo enseñaba filosofía. Y todos enseñaban, además de acercarles sus apasionamientos y sus entusiasmos: el hermano Agustín, el hermano Roberto, el hermano Julián, y hasta el hermano Onésimo, que era el director. Todos menos el hermano Iñaki.
Tal vez se encuentra enfermo, pensó Denis. No de una enfermedad aguda y virulenta sino de algún mal crónico, que le impide realizar cualquier otra actividad que no sea andar y andar por el patio del Colegio. O tal vez es muy viejo, más de lo que parece.
Nunca había podido verlo de cerca, en realidad. Por miedo a los pelotazos o por la razón que fuera, las lentas caminatas del hermano describían un círculo muy amplio; Denis, absorto casi siempre en el partido, podía verlo sólo por momentos, cuando el juego se detenía, por ejemplo.
Y cuando podía verlo comprendía, siempre con cierto grado de sorpresa, que aquello que veía era un perfil. Un perfil alargado, de nariz corva y boina negra, y el perfil negro de la sotana que le cubría todo el cuerpo hasta los pies.
Jamás le había visto la cara, ni aun de lejos. ¿Y la espalda? Tampoco. O por lo menos eso le parecía.
Ya en la ducha, con gesto decidido, Denis abrió la llave del agua fría. No me gustan los grises, había dicho Cristo. Nada de andar mezclando agua hirviendo con agua helada. Quería templar su cuerpo y su voluntad. Quería ser capaz de sacrificios que, aunque parecieran nimiedades, lo fortalecerían para cuando fuera necesario. Le habían enseñado que era así, empezando por las pequeñas cosas, cómo el espíritu y la voluntad cobraban señoría sobre el cuerpo.
Aguantó lo más que pudo bajo el chorro. Como era un invierno crudo, el agua salía casi congelada. Continuamente se friccionaba el cuerpo con las manos: era el único modo de resistir.
A las siete ya estarían en las aulas -dos horas para estudiar, quince minutos intermedios de recreo-; luego la cena en el enorme comedor. También allí habría oportunidad para hacer bajar la cabeza al egoísmo. Gestos mínimos, quizá, pero importantes: cada uno se sumaba a los anteriores, y la voluntad crecía dentro de él. Renunciar a su postre, por ejemplo, dárselo a uno de sus compañeros. ¿Una fruta, camino de santidad? Otros podían reírse de estas ideas, pero Denis había comprendido que a menudo los hombres se burlan de lo sagrado como se ríen de lo que no pueden comprender, porque los caminos de Dios son muy extraños.
Cierta vez, mientras regalaba una manzana, se sorprendió pensando en el Edén. Lo tiento con el fruto de la caída, fue su primera idea, apabullante. Luego se vio obligado a sonreír. Y enseguida pensó en Gabriel, uno de sus amigos (pocos y muy queridos), católico ferviente y gran atleta, que cuando la cena iba ya terminando recorría el comedor, mesa por mesa, para pedir las manzanas desdeñadas y devorarlas con gran satisfacción. Las manzanas son pura vitamina, solía decirle con una sonrisa cómplice; y un deportista las necesita más que nadie. Tal vez era por eso, pensaba a veces Denis, que Gabriel era más rápido que él en los sesenta metros llanos de la pista. Siempre Gabriel primero, él segundo; después todos los demás, en pelotón. Pero no le importaba el atletismo; no como la santidad.
¿Qué era lo que lo había conquistado? ¿La Biblia? No era eso. A la Biblia la había hojeado en casa de su padre, allá, en el pueblo: un tomo no muy grueso de tapas color marrón, del cual había apreciado en especial el detalle de las genealogías (L., que engendró a M. que a su vez engendró a N., y así sucesivamente) y una serie de prohibiciones de la ley cuya lectura le producía excitación. “No verás la desnudez...” y otros de ese tenor, rigurosos mandatos que evocaban en su cerebro imágenes placenteras aunque no muy precisas, porque Denis jamás había visto a una mujer desnuda (después supo que ésos eran los célebres “malos pensamientos”). No, en el Colegio no había tocado ni una Biblia, aunque tuviera que oír los textos, eso sí, en el transcurso de las dos misas semanales: los viernes por la noche (optativa), los domingos por la mañana (obligatoria).

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Es gracioso: él cree que no lo veo. Y sin embargo lo veo como en relieve, por sobre sus compañeros, como iluminado. Lo veo cuando no me está mirando, concentrado en cuerpo y alma en su partido, y pienso que es tal vez esa intensidad, la misma que tendrá cuando me mira, la que lo hace brillar bajo mis ojos.
Mirándolo, me vino a la memoria Luis Gonzaga. ¿Qué harían si supieran que dentro de una hora les va a llegar la muerte? ¿Qué harías, Luis Gonzaga?
Lo mismo que respondió Luis a su maestro es, creo, lo que él respondería. Tiene, a sus pocos años, ya la urgencia de vivir intensamente. Pone el cuerpo y el alma en todo lo que hace, pero no por sobresalir, no por vana ambición ni por probarse. Así es su naturaleza: intensa, plena.
¿Por qué me recuerda tanto a ese joven que yo fui? Yo no tenía esa esencia apasionada. Yo era más bien... difuso. Vagaba por la vida no sabiendo muy bien por qué ni para qué; sentí eso desde pequeño, desde los nueve años, más o menos. Todo lo que volvía locos a los otros me dejaba completamente frío. La música, los avances tecnológicos... las mujeres, incluso, cuando fui ya más grande, me atraían de más, y eso me incomodaba. Parece extraño, pero es pura verdad. A mi indolencia y mi falta de objetivos esa vitalidad de las mujeres, esa fuerza que sentía emanar de ellas como algo poderoso y natural les infundían desconcierto, tal vez miedo.

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La misa de los viernes era especial. No iba mucha gente, y la atmósfera de intimidad así creada -pocas luces iluminando al sacerdote y a los escasos fieles, circundados por las tinieblas del enorme edificio de la capilla- le hacían pensar a Denis en cristianos antiguos y en catacumbas, en persecuciones y en el símbolo del pez.
La misa del domingo era diferente. Al tener carácter obligatorio, la capilla bullía de muchachos que por propia voluntad no hubieran ido; pero además iban a la ceremonia muchas de las familias de los alumnos que no estaban internos en el Colegio: padres, madres, hermanos, hermanas, novias, hasta que aquel lugar, iluminado desde el pórtico hasta el altar, parecía más bien el escenario de una función mundana y exitosa.
Tal vez fue así, comparando las dos misas, cómo empezó Denis a intuir con vaguedad que también en ese mundo había dos, universos por completo diferentes: uno, la religión que le enseñaban, la confesión obligatoria semanal, la misa de los domingos, luminosa; otro, esas vidas de extraños personajes, la misa de los viernes, casi oculta. Y no era por azar, pensaba Denis, que durante la misa del domingo quien inundaba de pronto la capilla con las poderosas notas de su órgano fuera el hermano Onésimo, enorme, saludable y poderoso; mientras que en la del viernes quien tocaba, anónimo, escondido, invisible, fuese el hermano Iñaki, ese desconocido, esa sombra.

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En la misa de los viernes a la mañana entra con lentitud, eludiendo mi mirada, y va a sentarse en uno de los bancos próximos al Sagrario. Como la capilla está apenas iluminada, la llama viva del Corazón arde con fuego sobrenatural. Mientras los tonos graves de mi querido órgano avanzan en la penumbra de la capilla, el Padre da comienzo a los oficios. Yo estoy atento a cierta trinidad: el sacerdote dando la Santa Misa, los acordes de mi instrumento y él. No puedo evitar mirarlo, porque lo veo repetir mis propios gestos; desviar de pronto la mirada del sacerdote y clavar los ojos en el Sagrario. Cuando hace eso yo vuelvo hacia el pasado, y miro el fuego, y siento su emoción. Siento en él la sangre del cristianismo; las palabras del sacerdote resuenan en mis oídos como el canto de un pájaro mecánico. Pero la música que alguien me va dictando presta vuelo a esas torpes letanías, y fundiéndose con ellas y con el fuego encuentra su camino rumbo al Cielo.
Hace frío en la capilla, y somos pocos. Pienso en catacumbas húmedas; en señales secretas y en huidas. Anoche tuve un sueño con el signo. Él me mostraba el signo y yo lo reconocía. Los demás vagaban, como inconscientes, por largos pasadizos, hacia la nada. Pero él y yo, mirándonos en los ojos, comprendíamos sin pronunciar una palabra.

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¿Es que se puede servir a Dios de esa manera? ¿Caminando, tal vez orando, brindando música a la primitiva iglesia una escondida vez a la semana?
Denis cayó en la cuenta de que el hermano Iñaki tenía algo en común con aquellos extraños personajes.
Eran seres que no se atenían a las reglas. Seguían su camino y su inspiración, y cuando las autoridades eclesiásticas les reprochaban su falta de obediencia respondían: Es Dios quien me lo ordena; o bien callaban. Sufrían duras penas, por supuesto, y ellos de lo más felices. Porque ser castigado por causa del Señor parecía el más sublime de los placeres.
A esa conclusión había llegado Denis leyendo, por ejemplo, la vida de Francisco, el hermano del sol y de la luna. Su existencia, vista desde la mirada de los hombres, había parecido (y parecía) una locura sin orden ni sentido. Divina locura, precisó Denis. Eso podía representar la diferencia. También Gemma Galgani, y tantos otros que habían sentido en algún momento de sus vidas el llamado a una existencia diferente.
También Gemma Galgani, y tantos otros que habían llevado una vida diferente: diferente a la del resto de los humanos y más diferente aún, si era posible, a la existencia del resto de su Iglesia.
Lo que impresionaba a Denis era la certeza de los actos de esa gente: era como si hubieran estado obedeciendo no a la voz lejana de un Dios allá, en el Cielo, sino a su propia voz, o bien a la de un dios que habitara su corazón. El dios en ellos no recibía órdenes de nadie. ¡Cómo iba a recibirlas, si era Dios! Esa divinidad en ellos vivía haciendo cosas que para el resto del mundo eran locura (y para el resto de la Iglesia, ni qué hablar). El Dios en ellos estaba tan ocupado amando -a los hombres, a la naturaleza, al universo- que no tenía tiempo de preocuparse de pecados o de indulgencias, de rituales y cortesías.
Ese amar sin modales ni fronteras llenaba como lava el corazón de Denis con una sensación de vida auténtica, de vida con sentido permanente. Miraba a su alrededor y en su interior: todo era fragmentación, dudas, miedos, contradicciones. Leía esas vidas locas y en su fondo, como un río que sabe adónde va, veía un discurrir sin discrepancias, un saber qué, algo como un perfume brindado a los demás en cada acto: una flecha signada por el amor.

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Nadie me buscaba nunca. Los fines de semana, cuando casi todos iban a sus hogares y quedábamos sólo los que vivíamos muy lejos de la ciudad, yo vagaba por los patios del Colegio, contemplando la naturaleza y meditando. En aquella época el verde nos invadía, y en la primavera yo sentía realmente la mirada de Dios sobre esta tierra. Nada podía ser más bello que esos bosques y esos pájaros cantando sobre las ramas... Luego llegaba el otoño, y el invierno. Y yo, aterido, me paseaba por los campos, y mi fe se debilitaba con el frío. O Dios se había alejado por un tiempo, o Él estaba sujeto a sus estaciones: pero ¿podía esto ser posible?
Cuando mi sexto año concluyó decidí seguir viviendo aquí. Ya había estado reflexionando sobre el tema y hablando con el Hermano Superior. Hice todo lo necesario, y me convertí en hermano. Estudié y di clases durante muchos años. Enseñar no es un mal trabajo; tampoco me apasionaba. Mi vida ha sido tranquila; estuvo a salvo del asalto de las pasiones, de la agitada lucha por la supervivencia, de las complicadas relaciones con los humanos. Podría decir que he vivido como en el Limbo, y si me preguntaran adónde creo que iré cuando me vaya supongo que diría: a otro Limbo. No imagino ni un Cielo ni un Infierno. No soy capaz siquiera de intuirlos: ambos son demasiado para mí. Pero puedo, sí, intuir un Limbo que sea una especie de continuo o prolongación de lo que ha sido toda mi existencia.

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Le había quedado grabada en la memoria la anécdota sobre Luis Gonzaga, cuando éste, pupilo en un colegio como el suyo (o novicio en el seminario, no recordaba bien), se encontraba una tarde jugando al fútbol. De pronto uno de los sacerdotes había interrumpido aquel partido y formulado una pregunta sorprendente: ¿Qué harían si en este instante un ángel enviado por el Señor bajara hasta nosotros y nos dijera que nos quedan apenas unas horas de vida?
Correría a abrazar a mis seres queridos, habían dicho muchos. Y otros tantos: me pondría a rezar sin perder tiempo, pidiendo perdón a Dios por mis pecados. Luis Gonzaga permanecía silencioso.
—¿Y tú, Luis? —preguntó el cura—. ¿Qué harías en ese caso?
Ante el estupor de todos, el que luego sería santo respondió:
—Seguiría jugando al fútbol.
Esta respuesta volvía continuamente a la memoria y al corazón de Denis. Seguiría jugando al fútbol. Ni un asomo de desesperación, de apuro, de deseo.
En aquella historia podía sentir de nuevo esos dos mundos que a cada instante se disputaban su atención: el de la Iglesia, al cual pertenecían aquel colegio, la misa de los domingos, los “malos pensamientos” y la culpa, y el de lo divino, que parecía expresarse en paradojas, en conductas extrañas e incluso, para algunos, ofensivas, como la de San Francisco despojándose de sus vestiduras e iniciando desnudo su camino.
¿Cómo relacionar aquella desnudez, ese gesto maravilloso de Francisco al despojarse de todo lo material, aun de lo más íntimo, sintiendo que Dios cuidaría de él, con aquella otra de la que a veces se les hablaba, la desnudez condenada por la Biblia, aquel enigma que parecía el origen de las formas más horribles del pecado?
Cierta vez una extraña fantasía se le había venido a la imaginación. A Denis no le gustaba el Cristo Crucificado: esa imagen le hacía doler el corazón. Le gustaban algunas de las cosas que sobre él iba aprendiendo en el Colegio; por ejemplo, su fe en el Padre Eterno, esa confianza infinita, como de niño, la misma que encontró luego en San Francisco y en tantos otros que no necesitaban preocuparse de aquello de lo que el mundo se preocupa, porque aprendían de los pájaros del aire y también de los lirios de los campos. Pero el final de aquella hermosa historia a Denis no le gustaba para nada. No podía soportar el Vía Crucis. Su viva imaginación, que le pintaba cada escena y cada paso con detallado y doloroso realismo, lo sumergía en un mundo de crueldad que muy pronto lo abismaba en el horror. Y esa última escena, la de la Crucifixión...
Denis quería confesar esto con alguien; había algo que para él no estaba bien, y eso a menudo le hacía sentir culpa. Para todos los otros -los hermanos, sus compañeros, su familia-, la vida de Jesús, con su agonía y muerte clavado en una cruz, había tenido un fin: expiar nuestros pecados; y la Resurrección y la Ascención eran como el final feliz de aquella historia, tan hermosa en su inicio, tan horrible después, tan milagrosamente concluida.
Pero Denis no pasaba de la Crucifixión. No podía seguir a partir de ella. La Resurrección y la Ascención de Cristo le parecían, a pesar de lo que dijeran, una especie de truco de ilusionismo. Tal vez no creía en ellas. Quizás no podía aceptar que un simple hombre, aunque ese hombre fuera el mismo Dios, pudiera volver de los inciertos reinos de la muerte.
La extraña fantasía se refería a la desnudez. Y a que, así como la Biblia le imputaba ser el origen de muchos de los pecados, en el gesto de San Francisco y, muy especialmente, en el Cristo Crucificado, la desnudez hablaba de otra cosa: en el santo de Asís, de la renuncia a lo mundano; en Jesús, del dolor indecible de la Cruz. Pero, ¿cómo era posible que el mismo hecho -aquella repetida desnudez- indujera a la vez el pecado y el sacrificio, el placer (porque el pecado del cuerpo era el placer) y un dolor tan atroz que casi no parecía de este mundo?
El placer y el dolor. El dolor y el placer. Su mente se columpió.
De algún modo, advirtió Denis, todo tenía que ver con esas dos cuestiones.

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Y ahora camino por los patios del Colegio. Observo, reflexiono; a veces rezo. Rezo para que Dios mantenga mi fe en Él (aunque por momentos, cuando lo pienso bien, parece un poco absurdo). Pero así fue mi vida, y fue lo que elegí.
Ya desde joven tuve la sensación de que lo que la mayoría de la gente buscaba con tanto afán (el dinero, el éxito, el amor), todo eso que en un comienzo da placer, con el tiempo se convertía en gran dolor; como si las posesiones o la carne de las mujeres se fueran deteriorando en nuestras manos. La intuición de que esos grandes objetivos eran en realidad manotones desesperados, tratando de hurtar el cuerpo a lo evidente: estamos vivos, pronto estaremos muertos... y nuestra fe en la Vida Eterna no es tan grande.
Lo mismo me ocurría con el dolor. Por ejemplo, cuando tenía unos trece años leí la vida de los estilitas del desierto: aquellos santos que vivían sobre columnas, en inmovilidad casi perpetua, o en jaulas construidas por ellos mismos, o en las cavernas, como los animales. En cierta época del cristianismo floreciente hubo centenares de ellos, en una vasta región de Asia Menor, infligiéndose dolor a cada instante para así mejor poder servir a Dios. Y yo me preguntaba: ¿Será ése un modo de servir realmente a Dios? ¿Qué hacían esas personas, en realidad?
Leí luego otro libro, de un autor francés, que hablaba sobre el misticismo en general. Y también él se hacía estas preguntas.
Intentando explicar aquel fenómeno, había creado una hipótesis provisoria (así la llamaba él, aunque todas las hipótesis lo son): los ascetas del desierto, según él, de ninguna manera estaban locos, y tampoco eran simples masoquistas. ¿Por qué, entonces, se sometían a terribles flagelaciones, a cilicios y cárceles y ayunos, a dolores que un hombre del común no podría ni querría soportar ni durante un corto lapso de su vida?
La única explicación posible, decía el autor, era que aquellos hombres solitarios habían encontrado en ese estado una felicidad comparada con la cual la suma de los deseos humanos era nada. A medida que el cuerpo era escarnecido, su espíritu lograba ir adentrándose en extrañas regiones poco holladas, que eran la suma del goce terrenal: no del goce en alguna supuesta vida eterna sino del goce ahora, aquí, en la tierra.
Extraña idea, aquélla; interesante. Nunca me la saqué del todo de la cabeza. Pero tampoco era amante del dolor, por más promesas que éste pudiera hacerme.
En realidad los dos, el placer y el dolor, me parecían sólo dos siniestros gemelos, tentando uno a cierta clase de hombres, el otro a otra clase, llevando a todos a su perdición (pero ellos eran quienes la elegían).
Y prefería (Dios me perdone por estos pensamientos) contemplar en algunos pocos libros el inmutable rostro de Siddharta, también llamado Buda, el hombre que había dicho que el origen del mal se encuentra en el deseo. Quizá, llegué a pensar, es algo vinculado con mi temperamento. Tal vez del mismo modo en que soy un cristiano por nacimiento y por educación yo sea budista por naturaleza.

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El dolor y el placer, se dijo Denis. La vida se jugaba en los extremos.
Y recordó aquel libro, Cuarenta mil ladrones, de Eric Lambert. Lo había estado hojeando en la biblioteca, por pura casualidad, y enseguida se había dado cuenta de que había pasajes que lo excitaban. No quería leer el libro entero; era una tonta historia sobre soldados. Pero quería leer aquellas partes.
Cierta noche, en el patio, cuando salía de uno de los baños libro en mano, había estado a punto de tropezarse con el hermano Pedro, su guía literario.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó el hermano.
Cuarenta mil ladrones —dijo Denis, simulando una inocencia que no sentía.
—Ah, eso —repuso el hermano Pedro—. No es muy bueno.
Él había murmurado un asentimiento y proseguido luego su camino. Feas ideas le venían a la mente. Si el hermano había leído esa novela, sabía lo de los pasajes excitantes. ¿Supondría que había sacado el libro sólo para leer esos pasajes? ¿Sabría la verdad, que había estado leyendo en la penumbra hasta que la lujuria lo colmó y no pudo evitar caer en la tentación?
Era claro que sí. El hermano había podido leer tal como en un libro abierto: en el título de aquel libro cerrado y, sobre todo, en su rostro, en sus respuestas, en su huida tan mal disimulada. El tono en el que había hecho su comentario era tan claro que no cabían dudas.
Denis sintió vergüenza; claro que le importaba lo que el hermano Pedro pensara de sus actos. Pero sus pensamientos fueron desviados casi de inmediato. Mientras había estado hablando con el hermano, su mente, alejándose del tema, había hecho un nuevo descubrimiento.
Había descubierto que se daba placer, que lo buscaba, para huir de dolores que él no controlaba y a los que casi no podía ni nombrar.
Los otros, los que él mismo se infligía, no eran ningún problema: al contrario. Cuando sufría el agua helada de la ducha o se privaba de algo para dárselo a algún otro después se sentía bien, sentía placer, al pensar que ejercía su voluntad, que domaba sus apetitos, que brindaba alegría a otra persona. Era algo verdaderamente extraño. Dolor, placer, parecían dos mellizos, siempre juntos, siempre oponiéndose pero nunca separados.
Pero aquellos dolores innombrables... quedarse solo, por ejemplo, en el Colegio, los fines de semana más prolongados, cuando aun los muchachos de otras provincias viajaban para estar con sus familias. Preguntarse por qué no lo buscaban; preguntárselo apenas, con vergüenza, como si estuviera mal incluso el preguntárselo a sí mismo. Y todo eso como brotando, como siendo dibujado alrededor de una soledad más esencial, una especie de signo que él llevaba impreso, nunca había sabido bien por qué, desde que era capaz de recordar.
Por eso amaba a los libros, sus amigos. Los que le daban magia: Poe, Chesterton, Cortázar, y también esos otros, como el de Eric Lambert, que le daban placer, satisfacción. Placer que con su fuerza vertiginosa lo arrancaba de cuajo de su dolor, lo llevaba a otra zona de sí mismo, lo convertía en otro, aunque fuera por un momento. El dolor y el placer, se dijo Denis. Como mellizos, tal vez como siameses...

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Qué raro, ya no veo su perfil. ¿Por qué he pensado eso? ¿El perfil de quién debería ver?
Las graves notas inundan la capilla. Mis dedos son seguros. Pienso: si la voz de Dios pudiera ser oída sería como esto. Soy feliz.
Más que nunca, me veo bajo tierra, celebrando con mis hermanos en el Signo ciertos misterios que muy pocos compartimos.
Ha sido una dura, casi interminable lucha; el dolor y el placer reinaban sobre mí. Pero un día la luz se hizo en mi espíritu: esos gemelos opuestos, complementarios, ¿no debían anularse mutuamente?
La idea se conjugó con la emoción, y de ésta a la acción (o a la inacción) no hubo más que un paso. Desde ese instante, el tiempo pasó veloz. Fueron años como minutos. Hablé a mi casa, y nunca más los vi. Hice todo lo que me dijeron, y aquí estoy.
Ahora estoy tranquilo. Ni placer ni dolor: sólo este ser que desdeña las cosas de este mundo y no quiere pensar en las del otro.
Vivo el instante, y eso es lo verdadero. No hay placer ni dolor: sólo existir.
A veces, cuando camino por el patio, siento que alguien me observa desde la cancha. Mirando de reojo siento un brillo, una especie de rara intensidad. Muy pronto miraré. Veré a un muchacho, a uno en especial.
Sé que está ahora aquí; no sé cómo lo sé.
Las llamas del Sagrario me señalan cierto preciso perfil por un instante. Mis ojos parpadean. Ya no lo veo más.
Inspirando hondo, vuelco de nuevo toda mi atención en las teclas que mis dedos acarician. Así era, me digo, en los tiempos primitivos. El Signo y las penumbras. Estas profundidades. Y tal vez...

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