lunes, 18 de abril de 2011

MAÑANA A LA MAÑANA


Mañana a la mañana el Conejito Inteligente va a estar de nuevo en la Higuera. Como siempre.
Es tan inteligente que nunca se deja ver; ni por el Guille, que es el más rápido de todos. Por eso, creo, aparte de otras cosas, es que la mami lo ha bautizado así.
El Guille, qué rapidez. Yo no sé, porque a esa hora estoy durmiendo (aunque el Guille dice a veces que yo siempre estoy durmiendo), pero la mami le cuenta a la tía Ofelia unas cosas muy pero muy graciosas sobre el Guille y su “velocidad”. Dice que apenas el papi se ha levantado, mientras se está lavando y afeitando, el Guille ya está en la mesa, esperando para desayunar. Desayunan muy bien, porque la mami quiere que el papi esté bien alimentado cuando se va al trabajo: café con leche, pan con manteca y mermelada, galletas dulces y jugo de naranja. Cuando el papi se ha ido, la mami, ya más tranquila, empieza de a poco con la limpieza y se va haciendo el desayuno para ella. Y también para el Guille, que vuelve a desayunar, "para que no se sienta sola", según él.
Después, como a las nueve, mamá nos despierta a Violeta y a mí (la Pulgui duerme más, porque es bebé), y cuando terminamos de vestirnos y lavarnos vamos a la cocina para desayunar y a quién nos encontramos si no al Guille, medio nervioso porque parece que tiene hambre. Y parece cosa de no creer, pero desayuna, ya por tercera vez.



El primer día la mami me dijo, con cara seria:
—Fijate muy bien en el camino, porque cuando salgas vas a volver solito.
Cruzamos todo el barrio. Después de pasar un puente, que me pareció muy largo, hicimos varias cuadras y llegamos.
El Colegio era un edificio enorme, muy cuidado. Tenía una entrada de rejas negras muy bonita y el césped parecía de esmeraldas.
Había estatuas, muy blancas y muy altas, por todas los rincones, entre el verde. Cuando las miré con atención vi que eran de la Virgen y unos santos. Pero la mami me estaba haciendo señas. Hablaba con dos monjas vestidas de gris y blanco. Me acerqué.
—Este es Lautaro —me presentó la mami—. Ella es sor Clara —me dijo luego a mí—, la Madre Superiora del Colegio; y ella es sor Inés.
Sor Clara era gordita, con cara como manzana, blanca y roja, y unos anteojos de vidrios bastante gruesos. Sor Inés, en cambio, era flaquita.
Después hablaron las tres un poco más, y mamá dijo:
—Bueno, me tengo que ir.
Se despidió de sor Clara y sor Inés y caminó conmigo hasta las rejas. Me miró con ternura, me revolvió el cabello, que me lo habían cortado con flequillo, y me dijo:
—Bueno, hijo, que tengas mucha suerte. Nos vemos después en casa.
Me dio un beso y se fue, suave, como era ella.
Me quedé un rato largo mirando cómo se iba. Estaba como aturdido. Después, al darme vuelta, vi que sor Clara me sonreía y se acercaba.



El Guille es rápido para todo. Mucho más rápido que Violeta, por supuesto, y muchísimo más que yo, que soy más grande. Cuando hay que hacer mandados vamos los tres, agarrados de la mano, pero la mami le da la plata a él. Y el Guille siempre trae el vuelto justo, no como yo que una vez me mandaron solo y me hice un lío con la plata y los mandados.
Mañana a la mañana seguro va a estar ahí. Como todos los días va a dejarnos las cosas sin que nos demos cuenta (porque es muy, pero muy inteligente), después se va a ir volando con su cola muy larga y perfumada y va a quedarse a espiarnos (a esto me lo imagino) detrás de algún arbusto. Cómo debe reírse cuando nos ve llegar.
Menos mal, pienso yo a veces, que el Guille desayuna de lo lindo. Porque si no, seguro no se aguanta, y aunque mamá lo rete estaría tempranito al lado de la higuera, se agarraría todo lo que encontrara y se lo comería mientras Violeta y yo ni siquiera nos hemos despertado. Por eso cuando mamá nos llama el Guille ya está calmado, desayuna rápido con nosotros y aunque siempre termina antes se queda ahí, haciendo gestos raros con las manos, hasta que todos hemos terminado. Mamá dice, como si se le acabara de ocurrir:
—¿Qué les habrá dejado hoy el pícaro del Conejito Inteligente?
Y entonces es cuando salimos en tropel, siempre el Guille primero, con esas piernitas cortas que corren más que el diablo, después Violeta, pisándole los talones, y al fin yo, que por eso del asma siempre me agito un poco.



La mañana fue pasando con lentitud. Me indicaron que entrara en una de las aulas con otros veinte chicos y chicas de uniforme, nos fueron presentando a las monjas y las maestras y también hicieron que dijéramos nuestros nombres.
Todo me parecía raro. Después, el día se oscureció. De vez en cuando yo miraba por la ventana y me parecía que se venía una tormenta. Las monjas y las maestras hablaban todo el tiempo. Se iba una y al momento llegaba otra. Pero escucharlas empezó a ser más difícil, porque empezó a tronar y después se largó a llover.
Cerraron todas las puertas y ventanas. Yo sentí que me empezaba a sofocar. Las maestras nos hablaban en voz cada vez más alta, porque los que estábamos en las filas del final ya casi no podíamos oír.
Por fin sonó la campana de salida. Me apuré hacia la entrada con todos los demás. Llovía tanto que apenas se veía: solamente las luces de los autos.
Pronto los chicos desaparecieron. Y las monjas, y las maestras, todo el mundo. Dónde se iban metiendo, no sabía. Me encontré solo en la reja, tratando de acordarme del camino.
Llovía a cántaros, y no se veía nada: peor con mis anteojos, porque la lluvia me los mojaba y empañaba. Y lloraba, también, no sé por qué.



Menos mal que los paquetitos tienen todos los nombres de cada uno: el Guille agarra los que le corresponden, Violeta los de ella y yo por fin los míos, mientras mis dos hermanos ya están desenvolviendo y comiendo las cosas ricas. Un día le pregunté a la mami por qué ese Conejito no le deja nada para la Pulgui; me daba lástima, porque es tan chiquitita y todo lo que se pierde. Y la mami me dijo que por eso, que porque es chiquitita y si comiera algo de lo que el Conejito nos deja a los mayores le daría un empacho como los que le dan al Guille algunas veces, que tienen que llevarlo a doña Pancha para que lo desempache; y que sería más grave porque ella es un bebé.
Lo que es a mí, la verdad, no me parece: aquí todos se creen que la Pulgui, porque no habla y no sabe caminar, no se da cuenta de nada de lo que pasa. Pero yo la miro mucho. Es una viva... Se da cuenta de todo lo que pasa, y también de otras cosas que... Claro, como es una bebé se hace la sonsa, porque ¿cómo una pulga de ese tamaño y esa edad va a hacernos ver que es la más viva de todos en la familia? Y eso de que no habla, es lo que todos creen. Pero habla, la Pulgui, bien que habla; cuando está sola, o cree que está sola. A veces yo la oigo, asomado a la puerta de su piecita. A veces me parece que habla sola, pero otras veces que hablara con otra gente.



Empecé a caminar, tratando de alcanzar el puente, por lo menos, porque me parecía que desde ahí tal vez me iba a orientar. Pero el puente  no aparecía, ni nada que me resultara familiar. Había perdido el rumbo.
Sentí lo mismo que cuando me despertaba en medio de la noche en la cama donde dormíamos los tres, Violeta, el Guille y yo, y estaba todo oscuro, y no podía ver nada, ni saber en qué sitio de la cama me hallaba.
Era horrible, como esto que me pasaba ahora. Además, me sentía muy cansado. Estaba triste. Y también me preguntaba cómo la mami no se había dado cuenta de que iba a venir la lluvia, y de que con la tormenta esta yo jamás iba a poder volver a nuestra casa.
Me senté sobre un banco, empapado por todos lados, y seguí llorando despacito. Nunca más, lo sentía, iba a poder volver.
De repente algo azul apareció. Era un hombre muy gordo, con bigote: un vigilante, de gorra y uniforme.
Yo me asusté bastante en un principio, pero me acordé enseguida de lo que decía mamá. Que eran nuestros amigos, y teníamos que buscarlos en caso de algún problema. El vigilante me preguntó qué me pasaba.
Le conté todo: que por culpa de la tormenta me había perdido, que no sabía cómo volver a casa.
—¿Cómo es tu nombre? —me preguntó después.
Yo se lo dije.
—¿Y el apellido?
También le dije eso, y dónde trabajaba mi papá.
—Bueno, vamos —me dijo el hombre azul—. Ya sé más o menos dónde vivís. No llores, que yo te llevo.
Me tomó de la mano y me levanté.
Empezamos a caminar. Parecía que cada vez llovía más. Los truenos y los relámpagos seguían. Yo no podía reconocer ningún lugar.
En un momento el miedo me volvió.
—Por aquí no es —dije, en un murmullo—. Mi casa no queda aquí, por este lado.



Ayer todos pensaban que no se daba cuenta de nada, la Pulguita.
Se había quedado muy quieta en su cunita con los ojos abiertos, como si mirara el aire, en medio de las idas y venidas de toda aquella gente que había ido a la casa; y no hacía ruiditos, como ésos que a veces hace, sino que estaba atenta, como si quisiera escuchar o entender algo. Serán las voces ésas que le hablan, pensé yo mientras la miraba; después la Dada vino y me acarició la cara, y nos miró a los dos, y tenía los ojos muy hinchados.
Ahora no sé qué va a pasar con todo esto, qué raro que la Dada también haya venido, ella que vive lejos y casi nunca nos puede visitar; pero sí, de una cosa estoy seguro: mañana a la mañana el Conejito Inteligente va a estar de nuevo ahí, dejándonos regalitos escondidos entre las ramas de la higuera.
Es muy lindo pensar cómo hará el Conejito cada noche, primero buscando nuestros regalos (¿de dónde los sacará?), después llegando vaya a saber por dónde (¿por los techos, para que nadie pueda verlo?) y descolgándose por fin sobre la higuera para dejarnos los paquetitos a cada uno. Y pensando en los paquetitos... ¡ahora descubro que también sabe escribir!
Es lindo pensar en eso, en cómo puede un Conejo Inteligente aprender a escribir los nombres de unos chicos, en vez de estar pensando en todo lo que pasó y en esa gente y en la Dada mirándonos en silencio. A papá lo vi muy poco, porque entraba y salía a cada rato, y el Guille y la Violeta se la pasaron tomando té con masitas que les servían la tía Ofelia y la tía Pepa y jugando con los muñecos de nuestros primos, Paola y Luis María, que habían venido con su mamá, la tía Clara. Yo me sentía bastante sofocado. A cada rato me iba a verla a la Pulguita, que seguía tan quietita, tan tranquila, mirando algo en el aire con esos ojos tan raros y tan lindos, que a veces parecen verdes y otras grises y otras veces casi amarillentos; después salía al patio a tomar un poco de aire, a mirar cómo empezaba a oscurecer, y luego de nuevo adentro, tratando de no encontrarme con ninguno, de no mirar a nadie, grande o chico, sólo quería ver los ojos de la Pulgui, que parecía estar oyendo o tal vez entendiendo algo.


—No te preocupes —me dijo el vigilante—. Lo que pasa es que tu casa queda lejos. Bastante, bastante lejos. Pero yo te voy a llevar con tu mamá.
Yo seguí caminando al lado de él. Por momentos lloraba y por momentos no. No se veía nada. Caminamos durante horas. Sentí de nuevo que jamás iba a volver.



Mañana a la mañana... seguro que va a venir. Nunca nos ha fallado, desde que yo me acuerdo, ni siquiera cuando la mami estuvo enferma, últimamente; nunca, nunca. Siempre va estar ahí, el Conejito, escondido detrás de unos arbustos, mirando cómo encontramos y desenvolvemos entre risas los regalitos que él nos trae cada mañana.
Al último se fueron yendo todos, muy de a poco; parecía que nunca se iban a terminar de ir. Quedamos la Dada, el papi, la Violeta, el Guille y yo, y mamá, un poco más allá, en la sala donde ahora estaba sola, la sala oscura llena de velones; y entonces pude entrar.
Mientras me iba acercando sentí que se me cerraba el pecho como me había pasado hacía unas pocas horas, cuando llegué a la casa y la vi toda oscura, aún no había llegado casi nadie y la única luz venía de esa pieza, una luz como enferma flotando en las paredes, el brillo de los velones temblando en la habitación.
Yo sentí que el pecho se me cerraba, y algo me daba vueltas en la cabeza, como un vértigo; y de pronto algo adentro se me empezó a ir, irremediable, como hacia un precipicio sin final: sentí también que de ahora en adelante nada más ya tendría explicación. La Dada me vio, al fin, se me acercó y me abrazó contra su pecho.
Yo no podía llorar, no me salía, pero era mucho peor: me parecía que era yo el que estaba en aquel cajón, sin respirar, rodeado por las luces de esos velones que parecían lo peor de todo aquello, y alrededor los otros, papá, los chicos y la Dada moviéndose en silencio como muñecos, porque ahora ya nada estaba vivo, y ya nada tenía explicación. Y en el momento justo en que me iba, en que ya no sabía que pasaría, en ese instante me dijo una vocecita: Mañana a la mañana el Conejito Inteligente va a venir.



—¡Lautaro! ¡Hijito! —mi madre me abrazó, me secó, me cambió la ropa—. ¿Cómo hiciste para llegar?
Yo empecé a explicarle, pero vi que algo raro me había sucedido. Tenía mucho miedo y mucha bronca. Más que eso, mucho más. Intenté hablar, pero las palabras no salían.
—¡Lautaro! ¿Qué te pasa? —me dijo mi mamá.


Miro ahora a la Pulgui, su cara de bebé: ahora hace como gorjeos, parece estar hablando con alguien invisible y entonces yo me pregunto por qué no; tal vez el Conejito Inteligente es uno de ellos y entre los dos se están contando todo, se están explicando todo para que la vida siga, para que entre ellos dos, la bebé de la casa y el amigo invisible de la mami, se las arreglen para que todos los demás, la Dada, que ahora nos va a cuidar, el papi, Violeta, el Guille y yo podamos esperar que todo siga, que todas las mañanas el Conejito Inteligente amigo de mamá siga dejándonos sus regalos en la higuera.

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