miércoles, 20 de abril de 2011

DON PIXOTE DE LA MANCHA DE SEMEN Y EL RECURSO DEL MÉTODO DE MANUELA


1. Don Pixote y Chancho Zápan

Hace ya mucho, mucho tiempo, en un lugar cuyo nombre no recuerdo porque era un nombre más bien idiota, un nombre búlgaro o húngaro o algo por el estilo de esos todos llenos de zetas y de i griegas de los que es imposible acordarse, vivía un hidalgo seco, enjuto, amargo y arrugado como una novela de León Bloy o el calcetín de un vagabundo, de lanza en ristre y pene rondador, cuyo cerebro, en caso de que lo tuviera, se había secado a fuerza de leer novelas de caballerías y sobre todo historias pornográficas en lugar de leer algo más entretenido, como por ejemplo las obras completas de Marcelino Melíndrez y Pelado (823 tomos y medio).
Este hidalgo, o fidalgo, o fijodalgo, o como quiera el lector llamarlo, que a nosotros nos da exactamente lo mismo, sentía una particular adversión o animadversión hacia las mujeres, patología que había tenido su desdichado origen durante la desdichada infancia de Don Pixote, que así era su nom de guerre, cuando en ocasión de tener que enfrentar su primer encuentro amoroso con una tal Dulcinea, la oveja única de su padre pastor, el molino en cuyo interior el fijodalgo y la doncella se revolcaban sobre abundante paja había echado a andar súbita e inexplicablemente sus aspas, atrayendo muy pronto sobre los amantes la incómoda atención de la mitad de los habitantes de aquel pueblo cuyo nombre no puedo ni quisiera recordar.
Desde ese día infausto Don Pixote se había conformado con la mano, que es una buena compañera, y con la compañía tal vez interesada -qué sabe nadie- de Chancho Zápan, un obeso amiguito que vivía en la otra cuadra, y cuyo propio cerebro, en caso de que lo tuviera o tuviese, se había, hubiera o hubiese secado de tanto mirar las tetas, las enormes, rotundas tetas de su madre -¡su propia madre!- mientras ella se bañaba en el río.
Don Pixote, un frustrado; Chancho Zápan, un obseso. ¿Qué mejor amistad?
-Os veo cara de cansado -dijo cierto día Chancho, entrando a la habitación de su amigo-. No habréis sobrepasado vuestra ración habitual...
-Jamás, jamás -dijo el hidalgo o fijodalgo-. Más de veinte por día jamás. Haigo pavura que se me haga costumbre.
-Costumbre, bah -dijo Chancho, que se hacía veinticinco los días en que estaba más espiritual-. Hoy la vi a Dulcinea.
¡Dulcinea! El dulce nombre amado trajo al magín de Don Pixote el rostro, el cuerpo y el perfume de la soñada. ¡Dulcinea!
-Pero... creí que había muerto -dijo.
-Ah, estáis pensando en esa -dijo Chancho-. Claro que ha muerto. ¿No recordáis, acaso, la cena de Navidad?
-Ah, claro, claro -dijo el hidalgo o fijodalgo, muy apesadumbrado, o tal vez aburrido-. Escúchame, buen Chancho... ¿Podría yo pediros un favor?
-Como pudier, pudieses, buen Pixote.
-¿Podríamos, tú y yo...?
-¿Quieres decir, amigo mío...?
-¿Podríamos tú y yo, mi buenamigo Chancho, dejar de hablar como dos idiotas de algún siglo pasado, pasado ya de moda?
-¡Haberlo dicho antes, chabón! ¡Pues claro, mano!
-Tampoco indigenismos. Algo normal, diría yo.
-Pues claro, claro. Nos habíamos quedado en Dulcinea. Es la hija del panadero. Tiene un apelativo delicioso, ¿no es verdad? Buen nombre para una mermelada de duraznos...
-Calla, calla, espantajo, y descríbeme ya mismo a esa mozuela.
-No hay caso con el idioma. Pero bueno, allá vamos: de dieciocho a dieciocho y medio, años, claro, bucles hasta en el culo, con perdón de los bucles, rubios, rizados, erectos, si me entiendes, unos senos que podrían muy bien enloquecer a un vendedor de frutas... Y un modo de irse, amigo mío, un modo de irse como jamás he visto otro, y eso que he visto modos de irse.
-¿Y qué esperas, amigo, para garchártela?
Chancho Zápan sonrió filosófica o, más bien, filosamente.
-No, querido Pixote, no es para mí. No conozco mujer como mi mano. Arrima tú el zodape.
-¿Zodape? Eso no suena a castellano arcaico, vive Dios.
-Es más arcaico de lo que parece. Adjunta la vizcacha, buen amigo. Dale buen viento al peje, por que pueda ascender al nacimiento.
-Pues, Chancho, que me he perdío. ¿Borges, tal vez? ¿Paulo Coelho?
-Poesía popular. Oye, mi buen amigo: te la presentaré. Sólo espero que sepas estar a la altura.
-Psss... -dijo Pixote, que medía fácil un metro ochenta y nueve.



2. Dulcinea, éste es Pixote

-Dulcinea, éste es Pixote -dijo Chancho.
-Y a mí qué -dijo la ninfa.
-Dulcinea, mi amigo te quiere conocer.
-Me parecía por la cara que es medio degenerado.
-Te quiere conocer socialmente, como se dice. Invitarte un café. Llevarte al cine. Regalarte rosas y bombones. Escribirte poemas. Sacarte a caminar.
-¿Para qué quiero yo café, ir al cine, bombones, rosas y poemas? Y no me gusta para nada caminar.
-Dulcinea, es un buen hombre.
-Detesto a los buenos hombres. Son los peores. Sólo te quieren montar.
-Dulcinea, no es lenguaje apropiado para una dama.
-¿Y quién ha dicho que lo soy? Yo detesto a las damas. Sólo quieren ser montadas.
-Y tú, ¿qué quieres, dulce Dulcinea? -dijo Pixote, que había permanecido silencioso.
Dulcinea lo miró pícaramente y replicó:
-¿Qué se puede hacer salvo ver películas?


3. La misma vieja y repetida historia, pensaba Don Quixote

El buen viejo metesaca, pensaba Don Pixote, anticipándose en  mucho más de cien años a Bukowski, mientras metía y sacaba rítmicamente su cosa -había estudiado percusión mora con Andrés Kayyhám Segovia- de la cosa de Dulcinea, que chillaba como un chancho el día del cumpleaños de su dueño.
Pero esta moza mozuela, pensaba Don Pixote, casi desconcertado, ¿es que no ha cogío en toa su perra vida? ¡Si es que va a despertar a too el vecindario!
Después recordó que estaban en un molino (¡ah, los molinos!), a miles de millones de kilómetros del primer caserío habitado, acompañados tan solo por el ladrido de los perros que alborotaban en los alrededores, el croar y el chirriar de los sapos, las ranas, los escuerzos o lo que sea que fuere que habitaba las lagunas cercanas, el melodioso trino de los pájaros que ya habían comenzado su concierto nocturnal, el suave batir de la brisa primaveral que ya se anunciaba sobre los campos, la casi secreta voz del mar, que como música de fondo batía y batía allá a lo lejos, como una aplicada cocinera fabricando su famosa torta de chocolate, el súbito impulso del trueno anunciando la furia de la tormenta que ya se acercaba... En fin, que algún ruido había. Y por si fuera poco, Dulcinea.
Don Pixote jamás había oído gritar así a una mujer en el transcurso de su corta pero agitada vida. Ah, sí, en realidad una vez sí: La Malquerida, la famosa gitana asesina, poco antes de ser ajusticiada en la Plaza de la Misericordia ante una multitud rugiente.
La buena vieja y repetida historia, se decía Don Pixote mientras metía y sacaba, metía y sacaba, metía y sacaba sin cesar.


4. Otra vez, suspiró Don Pixote

-Pero, ¿de nuevo? -suspiró Don Pixote, mientras Dulcinea, convenientemente repantigada en los bajíos del fijodalgo, le pegaba una mamada de aquellas que hacen historia.
-¿De nuevo? -replicó ella, la boca apenas humectada con lo que del aguachento semen de Don Pixote quedaba aún en pie-. ¿De nuevo, has dicho, nauseabaundo cobarde masturbador? Pero, ¿no es esta, acaso, recién la sexta vez?
-Os lo concedo, casta dama -dijo el andante caballero, palideciendo a cada brusco chupetazo-. No es mi día, lo reconozco. Deberíais, tal vez, tener en cuenta que me duele un poquillo la cabeza.
-¡Que le duele un poquillo la cabeza! -gritó Dulcinea burlonamente-. ¡Que le duele un poquillo la cabeza! ¡Como si por “cabeza” pudiérase entender un melón, un zapallo, un pútrido balón, un vacío panteón poblado de hierbas malas, un adorno frutal que a nadies aprovecha y a tantos causa dolor con aventuras absurdas y entuertos desaforados! ¡Molinos de viento, bah!
Y todo esto exclamaba sin dejar de chupar, por lo que a Don Pixote la cabeza, fuera cual fuese el concepto o la idea que de ella se tuviera, corría ya bruscamente a deshacérsele, cual tosco budín de pan con escasa infusión de yeso. Providencial fue la llegada en ese preciso instante de Chancho Zápan, quien había acudido al establo para buscar alguna de sus novelas sado-maso o alguna de sus cabras.
-Oh -dijo simplemente al comprender, aunque con mucha lentitud, el sentido del espectáculo que sus virginales ojos contemplaban.
-Oh noble Chancho -dijo Dulcinea, sin dejar de chupetear-. La alegría de veros. Si gustáis... No me malinterpretéis; sucede que es la hora del five o'clock tea, y estoy un poco retrasada. ¿Qué se os ofrece, mi porcinesco amigo?
-Perdonad -dijo Chancho-. No imaginé que aún estuvierais en horas de oficina. Querido amigo (y más vale que no hagáis de cuenta que no estáis, pues muy bien puedo divisaros detrás de media teta), hace no menos de dos días que un tal Manco de Lepanto os está buscando.
-¡Manco -rugió Pixote- y encima inoportuno! ¿Qué quiere ese chabón?
-Escribir vuesas memorias, amigo mío.
-¡Ah, mis memorias, mis memorias! ¡Como para memorias estoy yo! ¿Me veis con ánimo, amigo Chancho, de poder recordar algo, aunque más no fuera dónde he dejao mis pantalones?
-Los lleváis aún puestos. No, por cierto, al modo clásico: una pernera asoma por vuestro codo; la otra amenaza vuestra cabeza. ¿Qué diré al caballero?
-Dile, querido amigo, que si habitualmente no puedo recordar ni la tabla de multiplicar del mil quinientos dieciséis, ya sabéis vos por qué oscuras razones, en este preciso instante no sería capaz de memorar ni cuál es mi propio nombre. Y a propósito, Chancho, ¿cuál es mi nombre?
-Don Pixote, mi amigo.
-Apodo idiota si los hay; maldita suerte la mía, que he de cargarlo hasta que muera, si no después aún. Di al plumífero que disculpe a este pobre hombre sufriente, y aconséjale que busque a otro idiota para sacarle el cuero.
Disponíase Chancho a retirarse, cuando algo lo retuvo.
-Momento -dijo Dulcinea-; momento que la están peinando.
-Amor -dijo Pixote-, no se habla con la boca llena.
-Cállate, tú, hidalgo seco y poco sabroso por demás. He conocido estacas con más leches que las vuesas.
-Si es por leche, mi amiga, puedo recomendaros una holando-argentina que...
-Calla, so bruto, que la Argentina aún no fue inventada. Di al caballero, Chancho, que si este hidalgo impotente y maricón -y que habellos los hay- se niega a hablar con él, yo, Dulcinea del Toboso, le daré personalmente toda la información que necesite.
Y, acabando su tarea con un feroz chupetazo, se levantó de golpe y empezó a arreglarse el tocado.



5. La batalla final

Cumplida su misión en menos de cinco horas -ya que lo que tenía de luenga y disfrutadora en el follar lo tenía también de parca y mesurada en el hablar-, y habiendo proporcionado al Manco de Lepanto (que a partir de ese encuentro quedó loco por demás, más de lo que era) los más sabrosos chismes y las más vergonzosas infidencias en torno a la vida del pobre Don Pixote, tornó la dulce Dulcinea a regresar al establo, por ver si tras tamaña convalecencia era capaz el inútil del fijodalgo de extenderse en su tarea. Pero cuando la vieja puerta desvencijada se abrió chirriando, cual si tras ella hubiera de aparecer de pronto el fijodalgo Ibáñez Menta, los virginales ojos de la doncella no pudieron dar crédito a lo que veían, y menos a lo que oían.
-¡Pero Chancho! -exclamó Dulcinea ferozmente-. ¿Que creéis o creeríais estar haciendo?
Chancho giró apenas lo necesario, y sin dejar de moverse ni un instante, la miró con sus pequeños ojos porcinos y grasosos y respondió:
-Pues garchándome a un fijodalgo. ¿No lo veis?
En tanto Don Pixote, que repentinamente estaba de ánimo filosófico, se repetía a sí mismo cansada pero placenteramente: el buen viejo metesaca. No había cosa mejor en este mundo, barruntó el viejo fidalgo, estuviera uno del lado que estuviera, salvo leer novelas de caballería. Aunque a la hora de elegir sus laderos, debía reconocello, no distinguíase él mismo por ser el más prudente de los hombres. Pruebas al canto: Dulcinea, una ninfomaníaca de academia, una máquina de follar a la que nunca se le agotaba el combustible, una doncella sin corazón pero con unos músculos pubianos que no podían ser; Chancho Zápan, por su parte, un evidente bruto, un porcino hasta para follar, un grosero patán a quien ni la remembranza de tantas y tantas aventuras corridas a su lado le era suficiente para imponer al menos un dejo de ternura en sus maniobras.
Pero bueno, se dijo el fijodalgo, la vida es como las lentejas: si te gustan las comes, y si no las dejas. Pero también: o coges o te dejas. Y volvió a concentrarse en lo suyo, que no era demasiado, mientras Dulcinea, venciendo sus tímidas resistencias, revoleaba su miriñaque y sus braguitas, que fueron a caer en la cabeza de una cabra, y se sumaba al dúo con no poca hispánica exaltación.

1 comentario:

  1. Si me permite escritor
    payando responderé
    a tanta procacidá
    que en su relato encontré.
    Anoche después de un día
    colapsao por el trabajo
    encuentro el texto enviado
    con sexo, droga y orgía.

    Le pediré a mi pudor
    que me suelte por un rato
    para hacerle dos preguntas
    y después no molestarlo:
    ¿este señor Don Pixote,
    con todos sus altibajos,
    seguirá tomando Viagra
    o ya lo habrá abandonado?

    Porque debo confesarle
    que semejantes destrezas
    me dan vuelta la cabeza
    y me agita la entrepierna
    de ahí entonces que me inquieta
    el segundo interrogante:
    ¿dónde queda ese molino,
    el del caballero andante?

    Sin más paso a agradecerle
    no sin antes advertirle
    a una dama con esposo
    no puede agitarle el nido
    porque anoche el susodicho
    no alcanzó lo prometido.

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