martes, 19 de abril de 2011

EL ÓMNIBUS DE LAS ONCE


Julio subió al ómnibus en el centro, en la parada de la Catedral. Pagó el boleto y miró a su alrededor, buscando un lugar donde sentarse.
A pesar de que a esa hora solía viajar muy poca gente en aquella dirección, esta vez los asientos estaban casi todos ocupados. Sólo pudo encontrar dos lu­gares vacíos: uno al lado de una mujer con un bebé, el otro al lado de un viejo. Se dirigió hacia éste.
La primavera estaba llegando, y Julio se alegró de que así fuera. Siempre había detestado viajar en ómnibus; pero hacerlo en invierno, con todas las ven­tanillas clausuradas, los olores corporales invadiendo su olfato y la depresiva atmós­fera que lo absorbía sin remedio no podía compararse con esto otro. Ahora, al menos, podía mirar hacia el exterior y encontrar algo más que agobiados rostros sobre agobiados cuerpos corriendo mecánicamente de un lugar a otro debajo de un agobiante cielo gris. Pero algo retuvo su mirada en el interior.
En el primer asiento de la fila izquierda, que constaba sólo de butacas indivi­duales, inmediatamente detrás del ocupado por el chofer, había una chica. Iba conversando animadamente con el conductor, que de vez en cuando desviaba la cabeza hacia un costado para asentir a sus palabras.
Julio sólo podía verla de perfil, pero eso le bastó. Era rubia y muy blanca, de grandes ojos verdes, y parecía muy jo­ven, aunque probablemente tuviera algunos años más de los que aparentaba. La chica era muy hermosa, y no solamente hermosa; tenía esa aura de encanto que convierte aun a mujeres no demasiado be­llas en los seres más atractivos de este mundo. Pero había algo más; oscura­mente, aunque sin duda alguna, le hacía recordar a alguien. Intrigado, sin apartar sus ojos de la chica, Julio intentó resolver ese misterio, hasta que otra figura atrajo su atención.
Era un vendedor, de esos que ganan su sustento ofreciendo en los ómnibus las más variadas y exóticas chucherías. Había subido llevando en la mano una enorme valija negra; habló un momento con el chofer y después se dio vuelta y miró a los pasajeros.
-Señores y señoras -comenzó-. Ustedes seguramente estarán diciéndose con fastidio: “Otro más”.
Hizo una pausa y miró concentradamente para ver el efecto que estas palabras ha­bían producido en su auditorio. Era un hombre muy corpulento, que hubiera sido gordo de no ser por su altura: medía unos dos metros. Pa­rado en medio del pasillo, casi tocando a la chica con sus caderas, parecía inva­dir con su corpulencia el ómnibus entero; su cabeza rozaba el techo. Tenía el ca­bello cortado casi al ras sobre un rostro rectangular, ni atractivo ni repulsivo, que no se molestaba en simular la sonrisa habitual en los vendedores. Casi todos los pasajeros lo miraban.
-De nuevo un vendedor -estaba diciendo el hombre con voz grave y tranquila-. De nuevo algún aburrido pobre tipo armado con su fingida simpatía y un bonito discurso aprendido de memoria, pretendiendo encajarnos alguno de sus estú­pidos juegos de herramientas para el auto, cuchillos de cocina o cartucheras para los chicos. Eso es, sin duda, lo que estarán pensando.
Nueva pausa. Aquel hombre, sin duda, conocía su oficio. En todos sus largos años de pasajero de ómnibus, Julio jamás había visto en acción a un vendedor como éste. Con sólo dos o tres frases había logrado captar sin mucha resistencia la atención de todo el pasaje; ahora no había uno solo de los ocupantes de aquel vehículo que no lo mirara fijamente a los ojos. Y, aun así, no se apuraba. Como un mago que sabe perfectamente quién es el dueño del secreto, y el dueño, por lo tanto, de la palabra y del silencio, él se daba su tiempo. Julio miró a la chica. Había girado la cabeza hasta quedar con los ojos de frente al vendedor, y lo es­taba mirando como hechizada.
-No voy a criticar a mis colegas -prosiguió el hombre-. Yo sé muy bien que ellos hacen lo que pueden. No es culpa de ellos si no saben qué es lo que de verdad interesa a un ser humano. Es su ignorancia lo que les hace suponer que un es­tuche de cosméticos o una colonia para hombre, por más atractivos y baratos que resulten, es lo mejor que se puede ofrecer a un público tan interesado como el que ahora mismo estoy viendo desde aquí.
Con una especie de sorda risa en su interior, Julio pensó que si el tipo hubiera sacado en ese momento de su valija un surtido de relojes o de rompecabezas o de cualquier otra cosa, por más absurda que fuera, se hubiera ganado el día rá­pidamente: tan absorto tenía a su auditorio. Pero lo que el hombre sacó fue un pañuelo de su bolsillo y se secó la frente, que se le había humedecido.
La chica seguía mirando al vendedor; de pronto algo en el aire de ella, como la sombra de un gesto, provocó en Julio un brusco reconocimiento.
Patricia. Pero no, no podía ser. Hacía tanto tiempo... Todas las apariencias coincidían; pero, por sobre todo, ese mínimo visaje, ese registro casi imperceptible que automáti­camente lo había trasladado treinta años en el tiempo.
Patricia había sido una de sus compañeras en el colegio de monjas donde había cursado sus dos primeros años escolares. Patricia había sido su primer, vergonzante y desesperado amor. Patricia Zucher -porque, increíblemente, aún recordaba su apellido- era la única persona de todas las que lo habían rodeado en aquella época, contando a monjas, profesoras y compañeros, a quien aún re­cordaba. Y ahora estaba allí, mirando fascinada a aquel gigante.
Mirándola mirarlo se dio cuenta de otra cosa: en estos últimos minutos la at­mósfera del ómnibus se había modificado abruptamente. Hasta la llegada del vendedor sólo se había tratado de un rutinario viaje más; ahora, sin embargo, el mundo externo parecía haber desaparecido. Todo se concentraba allí, en ese momento. Y todo parecía estar a la vez más vivo y más inerte, como hechi­zado.
Por ejemplo, se dijo Julio contándose a sí mismo con palabras aquello que ya sabía, lo que sus ojos y sus oídos ya habían registrado aun sin que él supiera; por ejemplo, desde que el vendedor subió nadie ha tocado el timbre para bajar. Tampoco, desde su aparición, se ha detenido el ómnibus en ninguna parada a recoger más pasajeros. Podía tratarse, por supuesto, de una casualidad, de una enorme casualidad, aunque Julio sabía que no era así. Pero eso era sólo un detalle, apenas un efecto.
Todo es aquí y ahora, pensó Julio. Como cuando has bebido la dosis justa de champagne o estás sumido vertiginosamente en medio del amor. Cada cosa en el ómnibus, cada persona y aun cada objeto parecía de pronto más vívida, más real, brillante en su desnudez, mostrándose a la vista como en un relieve eterno; y esto era consecuencia -él lo sabía bien, y sabía que también los otros pasajeros lo sabían- de que el discurso del hombre, sus palabras extrañas, habían arran­cado a cada uno de sus pesadas elucubraciones, de sus rumias y sus resenti­mientos, de sus fantasías y sus esperanzas y proyectos para traerlos brusca­mente al aquí y ahora, donde sólo rodaban y rodaban en ese ómnibus que pare­cía inmóvil en espera de lo que el hombre tenía para decir.
-¿Seremos tan idiotas como creen? -estaba diciendo ahora-. ¿Simples máqui­nas tontas de comprar y comprar, idiotas descerebrados mirando televisión y co­rriendo luego a adquirir aquello que nos acaban de encajar? ¿Por qué piensan que sólo lo material hace feliz al hombre?
El viejo, al lado de Julio, se revolvió incómodo en su asiento. Julio lo miró. Como todos los otros, tenía la mirada clavada en el vendedor; estaba muy pálido y parecía sufrir. Julio sintió el impulso de preguntarle si se sentía mal; pero de nuevo el vendedor estaba hablando. Un segundo antes de volverse, y sin dejar de preguntarse al mismo tiempo si no se estaría volviendo loco, Julio sintió que el rostro del viejo le resultaba extrañamente familiar.
-¿Qué decir del primer amor? -preguntaba el hombre-. ¿Acaso no daríamos muchos de nosotros lo que no tenemos por conservar aunque fuera algo, y óiganme bien, aunque sea un poco, algún retazo de esa inocencia y esa ternura que después la vida nos fue quitando? Puedo ver en sus rostros que nadie aquí va a negar lo que acabo de decir.
La chica seguía mirando fijamente al vendedor. Julio creyó ver que una lá­grima le corría por la mejilla. Jamás podría haber sido Patricia, se dijo entre ali­viado y confundido: es demasiado joven. A lo sumo su hija. Pero este pensa­miento, en vez de tranquilizarlo, pareció confundirlo aun más. Al mismo tiempo su mente se preguntaba quién sería el viejo que, a su lado, parecía próximo a desmayarse.
Miró de nuevo el perfil seco y agostado, los escasos cabellos blancos, la pali­dez del rostro. En el fondo de su memoria, una pared cedió.
Un profundo silencio se había apoderado de todo el ómnibus. Julio miró a su alrededor y, a medida que miraba, se sorprendía más y más.
Como si él hubiera ya vivido mil vidas y alguien, de pronto, le estuviera arran­cando poco a poco las vendas de la memoria, iba reconociendo aquellos rostros. Tal vez la palabra exacta no era reconocer. No podía dar nombres, lugares ni circunstancias; no podía decir exactamente quién era cada cual. Pero algo en su mente se había despertado, la súbita conciencia de que cada uno de aquellos seres no le era tan extraño como siempre había supuesto; la certeza de que, de un modo u otro, los conocía muy bien; la sensación de velos o de películas que más tarde o más temprano podrían ir siendo removidos para poder al fin ver la verdad.
-¿Qué decir del primer amor? -decía el hombre; Julio creyó detectar un brillo de humedad en sus ojos oscuros-. ¿Qué puedo yo decir que ustedes no sepan ya sobre eso que nos absorbe, nos aterra, nos diviniza y finalmente, inevitable­mente, nos condena? Deberíamos ser sabios y desprendidos como dioses: vivir lo que debe ser vivido y luego, graciosamente, cuando llega el momento, renun­ciar.
El silencio no era absoluto. Se oían algunos sonidos leves, que podrían haber sido suaves sollozos de hombre o de mujer. Julio no despegó sus ojos del ven­dedor.
-Yo no; yo no fui sabio -decía el hombre-. Deseé mantener el fuego, me obs­tiné en esa magia. ¡Años y siglos de estúpida ceguera! Y después fue el infierno. Y aquí les he traído, a ustedes que son mi alma, lo que quedó de aquello; y voy a compartirlo con ustedes porque ustedes me entienden, porque algunos están llo­rando y otros sollozan en silencio, porque sé que desean compartir mi dolor, que es su dolor.
Calló un momento, agobiado. Todo estaba como petrificado, aun aquello que parecían ser sollozos. Una sola vez Julio miró por la ventanilla, y no reconoció las calles que cruzaban, y supo también que nunca más volvería a reconocer nin­guna calle.
-Lo habrán adivinado -dijo el hombre-: no voy a venderles nada. Sólo se trata de compartir.
Y, abriendo la valija, empezó a repartir entre los pasajeros, cuidadosamente envueltos en bolsas de hule negro, los restos de su mujer descuartizada.

3 comentarios:

  1. Noelia Aguirre Guitart20 de abril de 2011, 12:14

    me encanta Alejandro, una maravilla!

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  2. Un final realmente sorprendente. Se sintió perfectamente la atmósfera creada en el ómnibus.
    Sería bueno si volvieras por aquí :-)

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